Me gustan las sorpresas inesperadas que provoca la lectura, lo que sucede cuando el texto me obliga a pensar en lo no previsto. Es lo que me ha pasado con Los rostros de la salsa, un libro en el que Leonardo Padura, el creador de las aventuras por La Habana del policía Mario Conde, entrevista a los protagonistas históricos de este género musical.

Cuando comencé a leerlo no esperaba que un libro que trata de la historia y la importancia que la salsa ha tenido como género en la historia de la música, entrara también en aspectos relacionados con la realidad sociopolítica de las comunidades latinas en Nueva York y en el conjunto del Caribe.

Pero aún esperaba menos que me obligara a pensar en las características culturales de nuestra sociedad. ¿Qué tienen que ver los géneros musicales caribeños con la esencia de nuestro abordaje de la vida personal y colectiva?

Con el lápiz en ristre resalté varios párrafos de la última entrevista a Rubén Blades que me han rondado por la cabeza durante semanas hasta dar conmigo en el espacio de este artículo.

La lectura del libro de Padura me ha provocado un inesperado efecto secundario en forma de reflexión: la música que escuchamos nos dice muchas cosas sobre el mundo en el que suena. Por eso me llamaron profundamente la atención las reflexiones de Blades sobre el reguetón del que piensa que no deja de ser un síntoma de nuestro tiempo, una música que encaja con la época selfi, «una salida, un escape rebelde que encuentra en la monotonía rítmica y en la no complejidad armónica una explicación existencial». ¡Casi nada!

Hyde.

Blades opina también que frente al proceso de simplificación vital que caracteriza el mundo actual y sus músicas, cree que «hay muchísima más gente que no acepta la banalidad que los que la abrazan. Es un error el creer que la maldad o la estupidez definen al mundo. Eso es falso. Hay más gente buena que mala y la prueba es que todavía existe el mundo, aunque nuestra irresponsabilidad hoy está contribuyendo a enfermarlo y herirlo, pero eso es reversible...»

Así que aquí viene la pregunta que me lanzo y que le lanzo: ¿Vivimos en un mundo que se caracteriza cada vez más por la banalidad? ¿Lo asumimos sin más o como Blades pensamos que, pese a lo que a veces parece, somos más los que la aborrecemos que los que la abrazan?

Según el diccionario de la RAE banal significa trivial, común e insustancial. El acto de banalizar quedó inmortalizado e inherentemente unido al nombre de Hannah Arendt y a su concepto de banalización del mal que forja en su libro Eichman en Jerusalén, en el que reflexiona sobre la esencia humana a partir del juicio a uno de los principales organizadores de la logística del holocausto.

Desde la perspectiva de Arendt, el exterminio de más de siete millones de personas se había producido por un proceso de banalización del mal, de asumir que uno no tiene nada que ver con lo que está pasando a su alrededor, que de eso son responsables todos los demás por mucho que la actuación de cada uno de los conciudadanos de los exterminados pudiera acabar teniendo un papel por activa o por pasiva que, a la postre, resultó imprescindible para el asesinato de los vecinos, los tenderos de la esquina e incluso los amigos.

Según Arendt, solo los que entendieron que debían mantener una actitud lo suficientemente digna como para no sentirse despreciables al mirarse al espejo la mañana siguiente, mantuvieron una actitud lo suficientemente firme como para no participar en un sutil proceso de deterioro de las condiciones de vida de los señalados con el estigma del judaísmo. Siempre me he preguntado qué actitud adoptaría yo mismo en una situación así. No es cierto que este tipo de cosas no puedan volver a ocurrir. Si algo detectan Arendt y muchos otros pensadores y moralistas del siglo XX, como Camus, es que el mal habita en cada uno de nosotros, al igual que el bien, y que a poco terreno que nos dejen somos capaces de lo mejor y de lo peor. Quizá por eso asusta bastante la actual banalización de los discursos que se proclaman a los siete vientos en el mundo de la cultura, la economía o la política.

Vivimos en un mundo en que parece que nos hayan empastillado con Amiplín. Ese mundo líquido e incluso gaseoso del que hablaba de forma acertada Zygmunt Bauman. Es como si no hubiera referencias o elementos relativamente firmes a los que agarrarse. Quizá por eso merezca la pena volverse en un ejercicio poco original de búsqueda de referencias al Camus de La peste, y entender que, aunque no haya verdades firmes que afirmar, existen verdades a las que referirse para buscar un horizonte de esperanza. Vamos que comparto, pese a toda evidencia, el optimismo de Blades, pero le escribo estas líneas porque temo equivocarme y busco su complicidad para evitar que la banalidad acabe por inundarlo todo.