El drama que está viviendo Ucrania, con la invasión de su suelo por el Ejército ruso, la pérdida de vidas en combate y el riesgo de perder su condición de Estado independiente y democrático, tanto si Putin pretende anexionarla como convertirla en un satélite, puede tener un segundo capítulo en forma de crisis de refugiados. La oficina humanitaria de la ONU vaticina que el conflicto podría llegar a provocar, dependiendo del rumbo que tome la guerra, el desplazamiento de entre uno y cinco millones de refugiados (hasta tres millones de ellos con Polonia como destino). De momento, cerca de 100.000 han atravesado ya las fronteras de los países vecinos (Polonia, Hungría, Eslovaquia, Rumanía y Moldavia). Según Unicef, las diversas agencias humanitarias de la ONU están preparando planes de contingencia ante una situación cuyo impacto sería comparable a la de las mayores crisis vividas en los últimos años. La ONU ha reclamado que la situación bélica no impida la distribución de ayuda humanitaria, que ya antes de la invasión rusa llegaba a la zona de conflicto del Donbás y será aún más necesaria con la destrucción de infraestructuras y viviendas. Y a los países vecinos, alguno de los cuales no se ha distinguido por su voluntad de acogida hacia los peticionarios de asilo, les pide que no cierren sus fronteras y muestren su solidaridad.

Los países miembros de la OTAN deben asumir, no parte de la culpa por el conflicto, que recae sin duda alguna en el belicismo expansionista e indiferente a la legalidad internacional de Vladímir Putin, pero sí de la responsabilidad por las decisiones tomadas hasta ahora y aún más de la carga de salir en auxilio de los civiles víctimas del desencadenamiento de las hostilidades. La voluntad de atraer a Ucrania a la esfera de seguridad occidental pero sin llegar a ponerla bajo la cobertura de la estructura de la OTAN ha dejado al país inerme, con su presidente lanzando amargos reproches desde una capital asediada por encontrarse solo e indefenso ante la agresión. Una situación que muchos otras naciones han (hemos) vivido entre la indiferencia de la comunidad internacional.

En las más recientes crisis de refugiados que han huido de los conflictos en el continente africano, Siria o Afganistán (en la frontera de Bielorrusia, en las islas griegas, en las aguas del Mediterráneo y Canarias) los países fronterizos han tenido que asumir en primera línea la atención de los recién llegados, cuando la UE no ha preferido, como en el caso de Turquía, externalizar los costes de su acogida. La disposición a redistribuir los contingentes de peticionarios de asilo entre todos los socios de la Unión ha sido, con honrosas excepciones, escasa, cuando no han topado con el rechazo abierto de algunos de los países que ahora se encuentran con el nuevo problema a sus puertas (y que, aunque sea un triste consuelo, ahora parecen más dispuestos a recibir a ciudadanos de otro país europeo que cuando se trata de personas de otros orígenes).

Occidente puede prometer ayuda militar a las fuerzas que intentan resistir a la maquinaria bélica rusa, aunque seguramente llegue demasiado tarde. Visto el curso de los acontecimientos, es de temer que la ayuda que sea necesaria sea la humanitaria, en forma básicamente de recursos para la acogida de refugiados. Europa y Estados Unidos han fallado a la hora de evitar la invasión en el campo de la diplomacia. Lo menos que pueden hacer es no fallar a los ciudadanos de Ucrania a la hora de atenderlos por las consecuencias de este fracaso, acogerlos en esta hora de necesidad y hacerlo de forma compartida