El Periódico de Aragón

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Javier Martín

Con la mano abierta

No hay broma a costa del prójimo que ya no sea considerada como presuntamente delictiva

Durante décadas se ha considerado como parte del saber estar, la capacidad para encajar las bromas personales y hasta los chistes, sobre todo si se actúa como personaje, como alguien expuesto a la opinión pública, alguien en cuyo privilegiado sueldo van la crítica y hasta el escarnio.

No hacerlo era signo de mal gusto y paletismo reprobables. Pero los tiempos cambian y desde que la corrección política nos avasalla, prácticamente no hay broma a costa del prójimo que no sea considerada presuntamente delictiva. Los mejores chistes siempre han sido los temáticos, es decir, los que se hacen a costa de individuos o colectividades. Había chistes de Lepe, de Morán, de chinos, de sorianos, de cojos, de médicos, de calvos, de gordos… y no pasaba nada.

El fundamento de la existencia de esos chistes se basaba en que reírse de uno mismo es sanísimo e implicaba aceptar también que los otros se rieran de ti, siempre que el humor no dejara de serlo y se convierta en un ataque abierto a la dignidad personal. Pero ¿dónde está el límite? Esa es la difícil cuestión porque el límite va cambiando de lugar y no siempre a mejor.

Will Smith le propina una sonora y muy cinematográfica bofetada con la mano abierta al presentador de los Oscar, que ha tenido la nefasta idea de hacer un chiste bastante inocente sobre su mujer, ante millones de espectadores, a costa de su alopecia. Una broma que en otros tiempos habría sido perfectamente encajable motiva ahora que el humorista tenga que encajar un guantazo del quince, sin perder la sonrisa. Cuál es el problema, ¿que el calvo es una calva o que el macho alfa tiene que salir a defender a su dama a tortazos? Seguramente esas dos cuestiones influyen, pero sobre todo, el problema de fondo es que hemos acordado socialmente cambiar el sentido del humor por un derecho ilimitado a ofendernos.

No hay bromas de mal gusto, lo que hay es, por una parte, bromas pesadas que no lo son, como las inocentadas; y por otra, el mal gusto de no soportar bromas o chistes basados en características físicas más o menos patológicas. La caricatura no existiría si no hubiese rasgos exagerados y diferenciadores, estridentes incluso. Qué sería del caricaturista en un mundo apolíneo, sin narices prominentes, orejas desmesuradas, cejas superpobladas, ojos estrábicos, cabelleras enloquecidas o cráneos como bolas de billar. El humor que preconizan los adalides de la corrección política es como esas excelsas obras de arte del renacimiento, maravillosas, pero totalmente ineficaces como artefacto humorístico.

La risa es buenísima, no se cansan de decirlo psicólogos y psiquiatras. Incluso hay terapias basadas en ella. Hasta hace poco lo de reírse de uno mismo era políticamente correcto y actuaba como un permiso tácito para reírse impunemente del vecino. Era una especie de contrato social: yo dejo de buena gana que hoy te rías tú de mi chepa, a cambio de poder reírme yo a gusto mañana de tu napia.

Hay muchas otras consideraciones sobre el episodio, y todas tienen que ver con la corrección política, con las discriminaciones positivas, con las cuotas raciales y con toda esa nueva moralina que nos hubiera hecho reír hace sólo 20 o 30 años. Imaginen qué hubiera ocurrido si Will Smith fuera blanco, y/o si Chris Rock fuese una mujer, o si el blanco fuese Rock y Jada Pinkett siguiera siendo negra, o si la alopécica fuese trans, o si el abofeteador y su pareja fuesen del mismo sexo y el humorista un votante de Trump. ¿Qué habría ocurrido en esas y otras circunstancias? ¿Cuál hubiera sido la reacción inmediata del público? ¿Y la de la Academia? Los elementos de la ecuación son intercambiables, las derivadas resultan casi infinitas y los resultados son tan complejos que las reglas de corrección van necesitando de un algoritmo que les facilite el trabajo a unos individuos con alma de Torquemada, que olvidan lo fundamental: el agresor físico, la agredida verbal y el humorista abofeteado son seres humanos y los tres son personajes públicos, cuyo nivel de vida y prestigio social depende en gran medida del nivel de exposición al que voluntariamente se han sometido.

Si coinciden con esa parte de la sociedad que ha optado radicalmente por el derecho a ofenderse, son ustedes muy libres; por mi parte me quedo con el sanísimo sentido del humor y renuncio desde ya al supuesto superior derecho a repartir leches con la mano abierta cada vez que me sienta ofendidito.

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