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Santiago Molina

El artículo del día

Santiago Molina

¿Tienen sentido las cátedras universitarias?

Los catedráticos siempre han sido animales que están poco dotados para la adaptación

¿qué queda hoy de aquellos catedráticos universitarios con un poder omnímodo, retratados perfectamente por Alejandro Nieto (1984), en su libro La tribu universitaria? Nada o casi nada. Antiguamente el catedrático movía los hilos para situar a sus pupilos en otras universidades de menor prestigio, cerrando así un círculo mafioso que le permitía controlar los espacios públicos donde se cocía toda la política universitaria. Y lo más llamativo era que esos pupilos jamás ponían en tela de juicio las decisiones tomadas por el maestro, ya que si lo hacían nunca llegarían a la cumbre.

El golpe definitivo a ese antiguo poder de los catedráticos lo dio la Ley de Reforma Universitaria (LRU) de 1983, con la creación y potenciación de la figura del profesor titular. Sin embargo, en contra de lo que cabe suponer, el poder no fue transferido del catedrático al profesor titular, sino que quienes tomaron ese poder fueron, como corresponde a una universidad democráticamente masificada, los grupos de presión, políticos, sindicales y de meros intereses profesionales. No obstante, hay que reconocer que los propios catedráticos han contribuido, sin percatarse de ello, a esa pérdida progresiva de poder. «El catedrático, en contra de lo que pueda parecer a simple vista, siempre ha sido un animal poco dotado para la adaptación, puesto que siempre ha vivido atrapado en un nicho ecológico favorable, del que no le gusta salir. De aquí el peligro que representa para él una alteración sustancial de su medio ambiente». (A. Nieto, 1984, pág. 139).

Gregor

Se podrá estar de acuerdo o en desacuerdo con esa sentencia, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que, hoy por hoy, si se aprueba el anteproyecto de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) tal y como está redactado, el catedrático universitario ha perdido el único privilegio que mantenía: poder ser rector, o rectora, de forma exclusiva. Todos los restantes privilegios los perdió con la aprobación de la LRU. A partir de 1983, los profesores titulares podían dirigir grupos de investigación, ser decanos, ser directores de departamento y presidir tribunales de selección de profesorado del mismo nivel, exactamente igual que los catedráticos, aunque es bien cierto que sus salarios eran sensiblemente inferiores al de los docentes del grupo superior. A partir de ahora, también se va a permitir que sean rectores. A la vista de dicha situación, la pregunta más inmediata que surge es esta: ¿Tiene algún sentido continuar manteniendo las cátedras universitarias? Mi respuesta es que no posee ningún sentido a no ser que se modifique radicalmente el acceso y la figura del catedrático universitario.

Existen muchos datos disponibles para poder comprobar que ni la calidad de la enseñanza, ni de la investigación (las dos funciones por antonomasia del profesorado universitario) han descendido durante los cuarenta años en que el profesorado titular ha realizado las tareas que antes estaban encomendadas a los catedráticos. Dado que todavía no se ha puesto en marcha esta nueva ley, resulta imposible disponer de datos empíricos para saber si ocurrirá lo mismo con la dirección de la vida universitaria. No obstante, el sentido común hace suponer que la gestión de las universidades tampoco se deteriorará porque a partir de ahora la lleven los profesores titulares. Por ello, desde esa perspectiva, lo lógico sería amortizar paulatinamente todas las cátedras y no convocar más concursos para llegar a ser catedrático.

Desde mi punto de vista, solo tendría sentido mantener las cátedras universitarias si la llegada a catedrático se concibiera como un premio para aquellos profesores titulares que hayan destacado sobre los restantes, tanto en su labor docente como investigadora, durante su vida laboral. Es decir, sería una especie de mérito académico senior. Soy consciente de que este planteamiento conlleva la necesidad de encontrar agencias de evaluación rigurosas e independientes del poder político, cosa que no ocurre actualmente con las agencias burocráticas que proliferan por doquier, tanto las que dependen de los gobiernos regionales como la que depende del gobierno nacional: la ANECA. O dicho de otro modo: la clave radica en encontrar un proceso de selección y de evaluación del profesorado que impida la endogamia clásica de la universidad española. Y, por desgracia, este proceso no se vislumbra por ninguna parte en este proyecto de ley, ya que su artículo 58 no modifica la composición y selección actual de las comisiones para la selección del profesorado: presidente y secretario propuestos a dedo por los departamentos universitarios y nombrados digitalmente por el rectorado de la universidad convocante, junto con otros tres elegidos a sorteo. Si de verdad se quisiera eliminar esta endogamia que tanto daño ha hecho a nuestras universidades, lo lógico sería que los cinco miembros fueran elegidos por sorteo y que no se permitiera que en la comisión figurara un solo profesor adscrito a la universidad que convoca la plaza.

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