El Periódico de Aragón

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José Antonio Mérida Donoso

De troncos, ceniza y sombras alargadas

Todo el mundo sabe que tarde o temprano, todo árbol acaba postrado en el suelo

No es necesario tener una chimenea para hacer leña del árbol caído. Tampoco hace falta ser un guarda forestal para saber que, tarde o temprano, todo árbol acaba postrado en el suelo. La cuestión estribaría en saber hasta qué punto ensañarse al meter el hacha en su corteza. Por mucho que uno pueda considerarse un leñador sin hacha es difícil no caer en la tentación de golpearlo sin piedad hasta convertirlo en astillas a ser arrojadas al fuego. No porque en este bien amado país perdure gente que defiende la monarquía con ahínco, haberlos haylos, sino por la deconstrucción del mito. Digo mito porque no hace tanto muchos de los que ahora se aprovisionan de madera, aunque pudieran declararse republicanos, en su momento eran fervorosos defensores de «la causa juancarlista». ¿Lo recuerda?

Eran los mismos que les «llenaba de orgullo y satisfacción» disparar a bocajarro a cualquier incauto que cayera en su punto de mira esa consabida retahíla de sus logros por la democracia. El triunfo de un relato construido por unos pocos, en el que se instauraba un único campeón de la democracia. Una historia forjada en tiempos de desconcierto y oportunismo por y para un hombre. Se trata de un modelo de liderazgo, una de las interpretaciones de la Transición que recientemente ha señalado Álvarez Junco, en la que sobre las decisiones tomadas desde las élites políticas, como Adolfo Suárez o Santiago Carrillo se alzaría la figura del Rey. Y es lo que tiene construir desde arriba, que no solo se obvia a los de abajo, sino que acaban por reducirse contextos y perspectivas de todo un proceso a un solo acto, con un único protagonista indiscutible.

Desde esta lectura los actores secundarios, la ciudadanía, parece que más que jugar el papel que se les prevé, el de un segundo plano, tuvo el privilegio de recibir la ansiada democracia a modo de premio otorgado por un solo hombre: el rey. Un árbol, que se presumía majestuoso cuya sombra parecía alzarse sobre otras lecturas del pasado, mientras sus raíces quedaban sepultadas, a buen resguardo bajo la tierra, siempre olvidada.

La historia quedaba así reducida a un muro que impedía ver, algo así como lo que le ocurría con las murallas de Ávila, en la primera novela de Delibes, La sombra del ciprés es alargada (1948) que más que proteger, encerraban a su protagonista. Un relato histórico que enclaustraba la visión del pasado, secuestrada bajo una lectura unívoca. Pero por suerte hay profesionales de la historia capaces de contemplar la totalidad del árbol y la del bosque para dar paso a la luz histórica. Ahí están los trabajos de Julián Casanova, Miguel Ángel Ruíz Carnicer, Ignacio Peiró, Javier Rodrigo, José Luis Ledesma, Ángela Cenarro o Nicolás Sesma, por citar a siete historiadores de aquí, de Aragón, que nos invitan a releer el pasado más reciente de España. Porque, aunque algunos árboles no estén tan caídos como parezca y la profundidad de sus raíces permita privilegios, fiscales y no fiscales, sus raíces históricas pueden y deben desenterrarse. E importe más o menos que una omnipotencia personificada pida perdón y a quién o quiénes debería dedicarse ese acto de contrición, caído el árbol, qué quiere que le diga, todos acabamos por disfrutar del placer de ver arder la leña. Al fin y al cabo, ¿quién no se ha calentado a la lumbre de sus llamas hasta la consunción del último tronco?

Y créame si le digo que los árboles caídos son los que más agradece la pira.

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