Opinión

Stalin, Hitler, Putin

La prolongación de la guerra en Ucrania y el lógico cansancio que su duración está ya generando en la opinión pública no debe desviarnos un ápice de su condena ni hacernos dudar de que Vladímir Putin sea un auténtico asesino, un criminal de guerra que, antes o después, deberá responder por sus genocidios ante un tribunal internacional.

La escoria humana llamada Putin cada vez se parece más al mayor detritus moral que ha producido Rusia: otro asesino, asimismo de grandes masas de hombres y mujeres inocentes, de nombre Stalin.

Igualmente podría compararse a Putin con el otro gran depredador y loco homicida de nuestra época contemporánea, cuya mención sigue causando hoy vergüenza y terror: Hitler.

Casi con seguridad, estos pensamientos me vienen a la cabeza por tener delante el nuevo ensayo de Lawrence Rees: Hitler y Stalin, Dos dictadores y la Segunda Guerra Mundial (Crítica).

En sus páginas, que leo con interés, el autor se esfuerza por encontrar afinidades entre esas dos bestias humanas, y no tarda mucho en hallarlas.

También descubrirá, lógicamente, numerosas diferencias. Como, por ejemplo, la visión del motor que, según cada uno de ellos, mueve la historia.

Para Hitler, la nueva historia del pueblo alemán debería escribirse a base de una filosofía racista, procediéndose a la depuración de las «razas impuras» (judíos, gitanos, negros…). En cambio, la Rusia soviética que Stalin pasó a tiranizar tras la muerte de Lenin y el exilio forzoso de Trotsky, basaría su fuerza, estabilidad y crecimiento en la burocracia del partido único. Un pequeño número de funcionarios y, sobre ellos, un secretario general con poderes extraordinarios, que llegarían a ser omnímodos a medida que Stalin iba extendiendo el terror.

Rees repasa los movimientos de Hitler y de Stalin en vísperas de la Segunda Gran Guerra, las intrigas entre las grandes potencias, sus relaciones con Francia, Inglaterra, Estados Unidos, hasta el estallido de un conflicto casi universal en el que Alemania y Rusia se verían las caras, resultando de la derrota de la primera y del suicidio de Hitler un reforzamiento de la figura de Stalin, quien permanecería en el poder hasta su muerte, en 1953.

Como en los espejos de un laberinto diseñado por el espanto, Stalin, Hitler y Putin sonríen a sus víctimas con la expresión demente de tres locos homicidas.

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