Altura de miras

¿Mantenemos una actitud cívica en nuestro comportamiento social cotidiano?

Joaquín Santos

Joaquín Santos

En las últimas semanas hemos tenido conocimiento de que se han producido varios accidentes de tráfico en nuestra ciudad con resultados trágicos. La reacción inmediata que he podido percibir a mi alrededor, tanto el más cercano como el mediático, ha sido la de la búsqueda de causas estructurales: las normas de circulación y las velocidades permitidas, las reglamentaciones municipales, el estado de las vías, etc. Y puestos en este marco, creemos firmemente que la solución a este problema pasa exclusivamente por exigir que las autoridades y cargos administrativos asuman sus responsabilidades.

No digo yo que no. Es cierto que lo estructural es causa frecuente de muchos de los problemas que vivimos. Yo mismo en estas páginas he recordado la necesidad de recuperar el análisis de las causas sociales, más profundas y complejas, para explicar lo que nos sucede y encarar el futuro con alguna de posibilidad real de transformación de lo que no anda del todo bien.

Sin embargo, en esta ocasión, creo necesario cambiar el paso. Algo saltó dentro de mi como un resorte y tuve la intuición de que a esa reacción le faltaba algo; tuve la sensación de que nos estábamos haciendo trampas al solitario, de que estábamos escurriendo el bulto. Al mismo tiempo me vino a la memoria la tan manida frase del presidente Kennedy: "¡No se trata tanto de qué puede hacer EEUU por ti, como de qué puedes hacer tú por los EEUU!". Me resistía a dejar que esa idea se instalara del todo en mi razonamiento y a reflejarla, precisamente por ese uso demasiado frecuente, en estas líneas; pero qué le vamos a hacer, no podemos pretender la completa originalidad.

De este modo, al cabo de los días, y con nuevas noticias luctuosas en el acontecer diario, he venido a parar a esta voluntad de compartir con usted una reflexión con la que pretendo llamar la atención sobre algo que nos parece tan pequeño que no le damos ninguna importancia. Y la pregunta, así a boca jarro, es la siguiente: ¿Mantenemos una actitud cívica en nuestro comportamiento social cotidiano?

Hace días que pienso que la respuesta es que no o, al menos, no lo suficiente. Si paseas con un mínimo de pausa por las calles, adviertes continuamente la presencia de personas y vehículos se saltan los semáforos en rojo porque tienen más prisa de lo que es recomendable para ponerse al volante o echar el pie al suelo; de personas en patinete, a toda mecha, por cualquier sitio como si fueran invulnerables y, sobre todo, como si fueran invulnerables los pobres viandantes que caminan a su lado; de ciclistas que todavía no se han enterado que hay determinadas cosas que no se pueden hacer y que están jugando con las cosas de comer, las suyas y las de los demás.

Esta falta de comportamiento cívico se extiende mucho más allá de lo que tiene que ver con el tráfico. Las aceras están tremendamente sucias por más que el servicio de limpieza se esmere. Somos una sociedad bastante cochina y admitimos en las calles un comportamiento que ni de lejos observaríamos en nuestras cosas. Será que no hay manera de arrancar de nuestro imaginario colectivo la idea de que «lo de todos no es de nadie». Tiramos papeles, colillas y, especialmente, chicles al suelo que no hay quien quite después. Cuando nos vamos de marcha, dejamos las calles por las que pasamos como si hubiera vuelto el mismísimo Atila revivido, acompañado de una horda de vándalos, suevos y alanos, que no solo ensucian todo aquello que pillan por el camino, si no que vociferan a las cuatro de la mañana como si el resto del mundo tuviera la obligación bíblica de acompañarles en su mal vivida melopea. Hay quien piensa que tiene el derecho a dejar su marca personal allá por donde pasa o cree que la suciedad de sus animales es un adorno más que embellece y odoriza las calles que compartimos. Es impresionante observar cómo muchas personas no son capaces de moverse ni un milímetro cuando van en rumbo de colisión segura con otro viandante, siguen tan ensimismados en su rumbo como en su propio ego.

La convivencia democrática comienza, siempre, siempre, por lo más elemental, por el respeto al espacio privado de los demás y, sobre todo, por el respeto del espacio público que, precisamente por ser de todos, es más nuestro que ninguna otra cosa. Eso nos hace, precisamente, más ricos o, sencillamente, más pobres si no hacemos más que malbaratarlo. Esta actitud no deja de ser una parte más de la peligrosa deriva privatizadora de lo común, sólo que esta vez se practica desde la actitud del que cuando pasa, arrasa.

De nuestros líderes políticos exigimos limpieza, pureza y transparencia y no se admite el más mínimo error o una simple apariencia de error. Es bueno que sea así, pero esa exigencia, para ser realmente democrática, debería empezar por uno mismo y por lo más inmediato, por lo que tenemos al lado. Exigir altura de miras a nuestros líderes pasa previamente por la autoexigencia de tenerla en lo más pequeño, en los detalles que mejoran la convivencia en el día a día. No nos podemos asomar a lo más alto más que desde lo que aparentemente es lo más nimio.

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