Las puertas del campo

Sergio Ruiz Antorán

Sergio Ruiz Antorán

Como nos hacemos mayores lentamente, no tengo claro hace cuánto se emitían esos maléficos programas en los que una cámara nos enseñaba que había casas con vestidores más grandes que el dormitorio de tus padres. Ese escaparate domiciliario falsificó una de las peores mentiras que se ciernen sobre el neorrural. Porque no, no todos hemos venido al campo a montar una casa rural. Ni que eso fuera tan fácil.

Este malentendido es generalizado. O al menos, lo sospecho cuando un amigo me llama para visitarme unos días en el pueblo. Que se agradece, pero si no vivieras en el idílico campo solo te iba a venir a ver tu tía de Ávila. Me temo. Este acueducto se abre la vera de colegas pasajeros. La jauría hambrienta hacia las nieves. Salen de la ciudad para meterse en el valle. De apelotonamiento a apelotonamiento, y me embotello porque me toca.

Esto es un efecto planetario. Surfeen por las redes para contemplar escenas patéticas de leones copulando mientras son rodeados por decenas de jeeps que llevan al blanco rico de safari o la dificultad mayúscula de posar en plan Anita Obregón en una playa del Caribe sin que te salga otro humano en el encuadre. Vivimos el turismo como la necesidad de tener esa experiencia única, algo que la democratización de esta industria convierte en una farsa. Los destinos están marcados y el maná del visitante hace que, cuanto más, mejor. Son números, es economía.

Esta sobreexplotación de algunos lugares lleva a su veda, al corte o conteo de accesos. O su conversión en monstruo: comprueben la mutación de la costa española a paraíso enladrillado con pulserita.

Esta semana se ha anunciado que la entrada a Llanos del Hospital, en Benasque, estará regulada, como ya ocurre en Ordesa, Beceite o El Salto de Bierge. Las razones se mezclan entre la conservación del medio y el oportunismo tributario, tan lícito como el dineral de cualquier parking urbano.

Ponerle puertas al campo suena a imposible, más para aquellos que viven de ese turismo masivo, ese que se ha incrementado tras la pandemia en espacios naturales, intervenidos por el ajeno como si fueran un parque en el que hacer de todo, desde el incivismo a la imprudencia, porque mi libertad está por encima de todo. Esa adicción global al consumo deriva en un turismo que pierde toda su esencia cuando se fabrica en línea. Aconsejo reflexionar y, si aún no tienen destino, no se metan en un pozo de multitudes. Quizá las mejores vacaciones son esas en las que se siente lo realmente real: a la gente que se quiere. Da igual el lugar. Diversifiquen, no busquen la foto. Busquen la compañía.

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