Sala de máquinas

Música, cine y deseo

Juan Bolea

Juan Bolea

Cuando la música clásica inspira al cine, el resultado suele ser, cuando menos, sugestivo. La pantalla, con sus imágenes, personajes y diálogos, intenta profundizar en el significado de los sonidos, y explicarse y explicarnos qué visiones, qué sentimientos laterán bajo esas maravillosas notas encadenadas por los músicos de una orquesta sinfónica a la orden de los frenéticos movimientos de las batutas de directores obsesionados por alcanzar la perfección.

Ya disfrutamos de esa complicidad en A late quartet, de Yaron Ziberman, con el gran Phillip Seymour Hoffman en el papel de violinista. Volvemos a gozar ahora de una nueva alianza entre la música clásica y el cine gracias a Tár, de Todd Field, con Cate Blanchett en el rol de directora de orquesta.

En esta magnífica película, los desafíos artísticos de la protagonista y su vida privada entrelazan un trágico manojo de ideas y emociones con la intensidad, la sensibilidad y el poder como denominadores comunes y motores narrativos. La práctica de la dirección, con decenas de músicos (los de la Sinfónica de Berlín) a sus órdenes, divididos formalmente por secciones y todas ellas, a su vez, sujetas a la disciplina interpretativa de grandes sinfonías o poemas sinfónicos de Mahler, Mozart, Beethoven o Elgar, concederán a Lydia Tár, la directora, un dominio casi absoluto sobre sus músicos.

De ahí a establecer relaciones más personales, incluso sentimentales con ellos y ellas no habrá más que un simple paso que Tár, la maestra, dará sin acogerse a otra ley que la del deseo, fuerza igualmente poderosa y, de alguna manera, complementaria al derroche creativo de ensayos e interpretaciones en vivo ante públicos tan entregados a la emoción de la música como muy alejados del tormento personal de la sacrificada directora que la hace posible con esfuerzo y sufrimiento.

Una película sobre el arte y el deseo, pero, sobre todo, sospecho, acerca de lo inasible de una belleza ideal que parece entreverse en la magia de las sinfonías, de los poemas sinfónicos, pero que, al cabo, como esa siempre emotiva extinción de las últimas notas en el silencio de una sala de conciertos, se esfuma en un negro telón, invitándonos a retomar su eterna búsqueda.

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