SEDIMENTOS

Amar la tierra

Carmen Bandrés

Carmen Bandrés

En esta sociedad tan apegada a los bienes de consumo, es maravilloso encontrar personas enamoradas de su tierra, del lugar en el que radican, y donde están dispuestas a defender sus ideales ecológicos frente a toda industria invasora que anteponga sus intereses mercantiles a los valores propios del medio ambiente. Gentes que consideran y estiman el paisaje que les rodea como una joya y, además, un símbolo del bienestar y de la alegría de vivir. No están en contra del progreso, sino que, simplemente, se oponen a todo aquello que represente una amenaza directa contra su estilo de vida y su anhelo de continuar respirando aire puro. Su concepto de la belleza trasciende el de enclaves tradicionalmente considerados como respetabilísimos paradigmas del entorno natural, como Albarracín, el Maestrazgo o los valles pirenaicos; para ellos, estepas y barbechos también aspiran a merecer un grado elevado en la escala paisajística, quizá porque, aun siendo páramos, son suyos y son su vida. Y no quieren que un parque eólico u otras explotaciones productivas arruinen el horizonte limpio que aún pueden contemplar, ni el agua sin contaminar que aún pueden disfrutar, en tanto que el lucro y beneficio de esas empresas viajan en provecho de quienes residen muy lejos. El modelo de alojamientos rurales tiene futuro y constituye un excelente medio de subsistencia en muchos pequeños núcleos de población; felizmente, combina una construcción integrada en su ámbito, sin perjuicio de servirse de la energía solar ni de otras instalaciones compatibles con su preservación. Las casas rurales son un refugio para quienes, como dijo fray Luis de León, deciden cambiar la monotonía de la existencia urbana por la «descansada vida del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido».

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