FIRMA INVITADA

Dictados, redacciones, poesía y teatro

Rafael Sánchez Sánchez

Rafael Sánchez Sánchez

Las noticias que se generan alrededor de la escuela y la educación siempre nos hacen pensar. Cuando se habla de la escolarización en los medios rurales y la importancia de mantener la escuela se suscitan reflexiones diversas; cuando la Real Academia de la Lengua sale al paso de normas ortográficas y la necesidad de que escribamos con corrección, igualmente hay opiniones para todos los gustos. En mi caso, estas noticias me llevan a pensar en la escuela de mi infancia.

Desde los seis hasta los diecinueve años estuve viviendo en el cortijo La Reina, una finca de setecientas hectáreas bañadas por el río Guadalquivir, muy cerca de la ciudad de Córdoba. Allí vivíamos unas cincuenta familias –jornaleros agrícolas– sin contar los cientos de personas que acudían en épocas fuertes como la recolección del algodón, la remolacha... Yo tenía ocho años cuando en 1964 llegaron al cortijo D. Juan y Dña. Julia, maestros titulados, enviados por el Estado, para atender las necesidades educativas de aquel núcleo rural, en concreto, la enseñanza en la escuela unitaria, con unos sesenta o setenta escolares, y la alfabetización de los adultos que funcionó durante un par de años. Antes de la llegada de estos maestros, los niños y niñas solo habíamos recibido la enseñanza de Paco, un hombre bueno y generoso, con estudios básicos, que recorría los cortijos y nos enseñaba con paciencia lo que buenamente sabía. Hoy miro aquel tiempo con la perspectiva que me dan los muchos años vividos, y me vienen a la memoria multitud de recuerdos imborrables. Uno de ellos se refiere al aprendizaje de la lengua en la escuela. En aquel tiempo se veía poca televisión, y no oíamos el castellano correctamente pronunciado, por lo que era muy frecuente cometer faltas de ortografía propias del hablar andaluz. En este sentido, a los cordobeses que seseamos nos era difícil saber cuándo correspondía escribir la «z» y como buenos andaluces siempre nos comíamos la «s» final de las palabras.

Recuerdo, con especial gratitud, el empeño de D. Juan, mi maestro, por hacernos trabajar la lengua a base de dictados, redacciones, poesía y teatro, todo un conjunto de actividades que por sí solas nos servían para aprender el arte de la lectura y de la escritura. Por supuesto, no faltaba la exigencia para que aplicáramos la memoria en el aprendizaje de las reglas ortográficas, la conjugación de los verbos y la recitación de poemas y párrafos de textos teatrales. El dictado y la redacción era diaria, y corregida en su mesa con las regañinas y halagos que correspondían a cada escolar. La poesía y el teatro se hacía con menos frecuencia, pero todos los finales de curso debíamos actuar ante los padres, recitando poemas y representando alguna obra de teatro. Aún recuerdo cómo mi hermano, gemelo conmigo, hoy poeta cordobés –Fernando Sánchez Mayo– se aprendió de memoria el larguísimo poema de Nicolás Fernández de Moratín titulado Fiesta de Toros en Madrid.

El amor a la lectura y a la escritura tiene mucho que ver con la infancia escolar y familiar. En mi caso, tuve la suerte de tener un maestro que era un enamorado de la lengua. Y en el caso de mi familia, me impactaban las historias que me contaban mi madre y mi abuela, que sin saber leer ni escribir, tenían ese arte que confiere la tradición oral de los pueblos. Desde los diez a los catorce años ejercí de escribiente de mi abuela, leía y escribía al dictado de ella las cartas a tres de mis tíos emigrantes en Cataluña y Francia. Todo esto fue una lección de vida para mí.

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