Inteligencia natural

Ustedes, como yo, llevan un cierto tiempo en que no dejan de leer y oír cosas acerca de la inteligencia artificial (I.A.). Para no perder la costumbre habrán observado que con ella pasa algo parecido a lo que ocurre con el cambio climático, me refiero a que parece que sea preciso posicionarse al respecto en uno u otro sentido. Por mi parte, llevo varios meses entregada a tratar de comprender los riesgos y peligros que la I.A puede suponer en el ámbito del Derecho. En esa apasionante tarea, más que hacerme con los entresijos tecnológicos de la misma, lo que estoy haciendo es seguir aprendiendo de la naturaleza humana, o, por mejor decir, de la importancia de los límites en la existencia. Asunto por otro lado consustancial a la Filosofía y al Derecho.

En mi humilde opinión (me confieso admiradora de esa expresión, casi en desuso) toda inteligencia ha de ser siempre bienvenida. Cosa distinta es si la denominación «Inteligencia Artificial» es la correcta. Admito que no acabo de compartir la idea de que los programas informáticos sean inteligentes. Eso, claro, nos obliga a cuestionarnos qué es la inteligencia. ¿No será que se han asimilado como idénticas racionalidad e inteligencia, simplificándose así el significado y sentido de «inteligencia»?

La lógica matemática de los algoritmos, por ejemplo, es una forma de racionalidad creada por la inteligencia; la racionalidad jurídica es otro producto de la inteligencia, pero ni una ni otra son la inteligencia sino dos formas destiladas de ella de entre las muchísimas existentes. La inteligencia requiere de diversas formas de racionalidad para expresarse, formas que han sido creadas por ella misma pero que no son ella misma. Son instrumentos de los que la inteligencia se sirve para expresarse, mostrarse aplicar y aumentar su nivel. Dichas formas de racionalidad son creaciones y la inteligencia, su creadora. La inteligencia, por definición compleja, construye racionalidades que aportan resultados que a su vez permiten aumentar una observación lo suficientemente fértil como para crear nuevas herramientas con las que entender la realidad e innovar. La inteligencia –que solo hay una, la natural, la humana– lo es porque en ella convergen muchas y heterogéneas capacidades. Tengo para mí que en el fondo de todo este necesario debate aún hay otra premisa falsa: la confusión entre información, conocimiento y sabiduría.

La I.A. es fantástica a la hora de procesar datos y por tanto informaciones cuantificables. En ese ámbito, bienvenida sea. Pero ni siquiera en ese concreto terreno podemos sin más delegar en la I.A. Primero porque una vez puestos en marcha, lo que se denomina aprendizaje profundo de los programas escapa al control de sus creadores, siendo su funcionamiento como el de una caja negra, esto es, de una opacidad absoluta. Y, segundo, por la difícil cuestión de los sesgos que, demasiado a menudo, subyacen tras ciertos algoritmos. Creo que el recurso fácil y «descontrolado» a la I.A. está provocando que seamos más superficiales y menos inteligentes. Tal vez convendría procurar devolver al humanismo el protagonismo que nosotros mismos le hemos arrebatado para entregárselo como si de un merecido trofeo se tratase a la «tecnociencia». Quizás así podríamos darnos cuenta de que delegar nuestra autonomía en máquinas no es lo más inteligente que podemos hacer. Ya ven, como decía Jaspers, «no hay manera de escapar a la filosofía».

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