Discurso de odio y delito

El Periódico de Aragón

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La noche de Fin de Año, en una de las ya habituales pero cada vez más minoritarias y radicalizadas concentraciones frente a la sede del PSOE en la calle de Ferraz en contra de los acuerdos de ese partido con el independentismo, los manifestantes apalearon y colgaron a un muñeco-piñata del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. La acción ha recibido una radical condena por parte del PSOE, que la ha calificado de violencia fascista y ha llegado a afirmar que podía ser constitutiva de un delito de odio. Más tibia, en cambio, ha sido la condena por parte del PP, algo que ha merecido el reproche por parte de los socialistas en lo que ya parece un clásico de la política española, esto es, pedirle al oponente que censure acciones de las que no es responsable. Eso, junto con el hecho de que los aludidos exijan el mismo comportamiento por acciones similares cuando ellos mismos son el objetivo y que no han merecido el mismo reproche por parte de los oponentes, revela la doble vara de medir que algunos dirigentes políticos usan para juzgar este tipo de comportamientos.

La acción protagonizada por un grupo de manifestantes vinculados a la organización juvenil de extrema derecha Revuelta no es un rito de Año Nuevo ni una simple broma, sino que está vinculada a un tipo de protesta muy extendida en los últimos años y que, por mucho que unos y otros se acusen mutuamente, no es patrimonio exclusivo de ningún grupo político. De hecho, no hace tanto que sectores de la izquierda o independentistas simulaban decapitar muñecos de Mariano Rajoy o del Rey, que miembros del movimiento LGTBI en la celebración del Día del Orgullo apaleaban a figuras de Isabel Díaz Ayuso y de Santiago Abascal o que en un pueblo de Sevilla se prendía fuego a un muñeco que representaba a Carles Puigdemont.

Estas conductas, todas ellas sin excepción, adolecen de un indudable mal gusto, contribuyen a una peligrosa deshumanización del adversario, pueden fomentar la crispación y sin duda, por muy simbólica que sea, llevan aparejadas una elevada dosis de violencia. Todas estas razones las hacen ser odiosas y por consiguiente reprobables tanto para quienes las ejecutan como para quienes las excusan, justifican o minimizan, como ha hecho por ejemplo el líder de Vox. Sin embargo, no por ello son delito y tampoco se puede considerar que inciten al odio más allá del odio ya existente entre aquellos que las ejercitan. Más bien son conductas que deben enmarcarse en el ejercicio de un derecho fundamental como es la libertad de expresión. Por ello, solo en el caso de que esas acciones fuesen acompañadas de llamamientos explícitos a hacer realidad las performances, es decir, a atentar contra la integridad física de personas, sean o no líderes políticos, o incitar a la discriminación de determinados colectivos, serían perseguibles penalmente. Como estableció una sentencia del Tribunal Supremo en 2017, debe distinguirse penalmente «entre el odio que incita a la comisión de delitos, el odio que siembra la semilla del enfrentamiento y que erosiona los valores esenciales de la convivencia y el odio que se identifica con la animadversión o el resentimiento». Pueden ser reprobados políticamente quienes promuevan y aplaudan cualquiera de estas formas de envilecimiento de la convivencia. Pero no resulta coherente utilizarlas como arma arrojadiza cuando el nivel de tolerancia con las mismas varía no en función de los hechos, sino en función de quién los realiza.

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