Opinión | SEDIMENTOS

La cigarra y la hormiga

Afirma la fábula de Samaniego que la cigarra era feliz, disfrutaba de la vida cantando... mientras, la hormiga se dedicaba a trabajar con denuedo para asegurarse el sustento durante el invierno. En nuestra cacareada sociedad del bienestar, el Estado presume de proporcionar una prestación a todo aquel que carezca de ingresos suficientes para cubrir sus necesidades básicas, con el fin de combatir la pobreza y la exclusión social. Sea el Ingreso Mínimo Vital, o cualesquiera de las muchas ayudas disponibles, la idea es intentar llegar a todos los potenciales beneficiarios, tanto si se trata de cigarras como de hacendosas hormiguitas que hayan consagrado gran parte de su existencia a los demás en lugar de pensar en sí mismas.

Y aquí es donde surge un notorio agravio, cuando nos referimos a muchas mujeres que han dedicado toda su vida a la crianza de sus hijos, así como a la asistencia y cuidado de mayores o de personas dependientes en su entorno, por lo cual no han podido acceder al mercado laboral o lo han hecho muy tarde y sin posibilidad de desarrollar una ínfima carrera profesional. Como secuela ineludible, no reúnen los requisitos para una merecida pensión contributiva o esta es ridícula. Evidentemente, su aportación al bienestar social ha sido inmensa, como educadoras, enfermeras, cuidadoras y un largo etcétera, por lo que, además de hacer muy bien su trabajo, han supuesto un gran ahorro para la Administración mientras ejercían tales funciones.

Pero ellas no han cotizado al sistema de la Seguridad Social. Es decir, que se quedan sin pensión, o esta es minúscula, eso sí, en este caso quizá incrementada por un precario «Complemento a mínimos» que desaparece si la titular percibe pequeñas rentas, merced a laboriosos ahorros, o algún ingreso esporádico. Quienes cobran pensiones «ordinarias» no sufren tal penalización.

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