Opinión | LA RÚBRICA

Hacer el Koldo gordo

Si aportamos demasiado, somos engreídos, y si nos quedamos cortos, unos avariciosos

Somos egoístas si queremos lo mejor para los nuestros? ¿Somos generosos si nos entregamos a otros con mayor dedicación que a los más cercanos? Lo que parece lógico y comprensible, en términos de supervivencia, no lo es tanto si hablamos de solidaridad social. Del razonable todo por la prole, al irracional todo por la patria, hay un abismo de vehemencia. El gen egoísta que describe el científico británico Richard Dawkins, en su obra de 1976, es una magnífica explicación de la evolución humana. Allí analiza cómo las secuencias de ADN son, como unidades de información básica, más importantes que los propios individuos para el futuro de su existencia. De paso, solucionamos la duda sobre si fue antes el huevo o la gallina. El ave sólo sería el medio en el que sus huevos se reproducen.

No hay corrupción sin poder, ni poder sin corrupción. Chantajeamos a los niños con chuches y sobornamos con regalos, para resultar atractivos, a las personas que nos cautivan. Repartimos dádivas, pero en realidad ofrecemos préstamos interesados. Pagar un favor con voluntad es la manera más cara de devolverlo. Si aportamos demasiado, somos engreídos, y si nos quedamos cortos, unos avariciosos. La tentación de entrar en ese bondadoso juego de intercambio lleva a una perdición segura. La voluntad es la intención más obligada que existe. La caridad nos congratula con nosotros. Es lo que explica la denominada «teoría del cálido resplandor». Damos para sentirnos bien, o al menos poco culpables, por las necesidades ajenas. Las limosnas entronizan al conmiserativo y sepultan a los pordioseros. Ante la amenaza de pedir, frente a robar, mejor seamos compasivos no nos vayan a quitar lo que tenemos. Todas las religiones y creencias diezman, hacia sus cuentas, las posesiones de los creyentes en la tierra, para que pobres e ingenuos sueñen con el cielo.

Tras una calamidad se movilizan las conciencias de apoyo y, por desgracia, también quienes buscan su chollo. Los países subdesarrollados que engordan a sus dirigentes con las ayudas recibidas tienen su extensión en sujetos de moralidad bananera. La mejor humanidad se da cita con la peor crueldad. Aprovecharse de la desgracia ajena, en beneficio propio, puede ser un ejercicio de emprendimiento visionario o de perversión depravada. Depende de quién protagonice o escriba la historia. Todos llevamos un ser carroñero en nuestro interior que pugna con la lealtad que hace digna a una persona. Si envidiamos a los Lazarillos de las comisiones, nos convertiremos en ciegos de las corrupciones. La tentación del enriquecimiento injusto, pero productivo, se debate con la honradez noble, pero efímera, de la satisfacción individual. Una diatriba moral que nos saca una sonrisa, si hemos sisado unos céntimos de vuelta en la caja del súper, mientras pensamos en su dueño. Pero que nos amarga como trileros al saber que la víctima no es el magnate intermediario que masacra a los agricultores, sino uno de los nuestros al que no le cuadrará el cierre contable.

La profesora noruega de economía Tina Søreide (2014), ha estudiado el tema de la corrupción. En una de sus conclusiones, más cercanas a la psicología que al bolsillo, confirma que los humanos somos extraordinariamente buenos para racionalizar actos poco éticos si nos beneficiamos por ello (lo cual nos permite mantener la imagen que tenemos de nosotros mismos como personas íntegras y honestas). De este modo, un corrupto se ve a sí mismo como un conseguidor que se ha ganado con esfuerzo un porcentaje particular del beneficio que ha logrado para otros.

A los conservadores les interesa contagiar un clima de zozobra y descomposición al conjunto de la sociedad. Sabemos que, si la satisfacción con la vida es baja, las personas que perciben un entorno corrupto son menos proclives a participar en política y votar. Pero esta relación no se da cuando el agrado vital es alto. La mezcla de catastrofismo y corrupción es el combustible ideal para derecha y ultraderecha.

El PP, salpicado por las comisiones en la compra de mascarillas, tiene en la cárcel a varios exministros y ha sido condenado por financiación ilegal. Su objetivo no es Ábalos, ya amortizado, sino Santos Cerdán como artífice de la mayoría de gobierno. No denunciarás la corrupción de tus próximos (Ayuso dixit), es el mandamiento que terminó con Casado por no respetar a la familia popular. Los favoritismos públicos y privados son demasiado comunes. Las respuestas contundentes, no tanto. No hagamos el Koldo gordo a la corrupción.

Suscríbete para seguir leyendo