Opinión | CON LA VENIA

La reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal

Cualquier juez, jurista o simple letrado avisado, conoce por experiencia el cúmulo de problemas que conlleva la figura del omnipotente juez de Instrucción regulado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Todos estamos de acuerdo en que es excesivo atribuirle de manera acumulada las funciones instructoras y las funciones de adopción de medidas cautelares o, en general, medidas que supongan una supresión o limitación de los derechos fundamentales de los imputados. El sentido común, y el propio marco constitucional, aconsejan la separación de tales funciones, limitando la excesiva posición institucional de poder de que gozan los jueces de instrucción y que puede propiciar comportamientos irregulares, excesivos y en ocasiones, prevaricadores de la autoridad judicial.

El caso más obvio es el que se refiere a las medidas cautelares personales y/o patrimoniales, medidas que tienen como razón de ser substanciar el aseguramiento de las resultas del juicio. Por ello, la prisión provisional, con fianza o sin ella, y el embargo de bienes, constituyen las medidas cautelares de carácter personal más rigurosas . Medidas que pueden ser impuestas por el juez Instructor con alguna restricción, dado que es necesaria la petición de las acusaciones. Esa doble condición deja la puerta abierta al uso abusivo del sistema de medidas, tanto para imponerlas como para dejarlas sin efecto. Así ocurre en el caso de que el instructor pueda tener la tentación (y caer en ella) de ofrecer un trato privilegiado al imputado y aceptarlo éste a cambio de una contraprestación procesal como la confesión de los hechos, la imputación como autor de los mismos a un tercero o cualquiera otra circunstancia que pudiere influir en el resultado del juicio. No cabe duda de que tal oferta y su aceptación es ilegítima y bordea el terreno de la prevaricación, pues utilizar nuestro sistema de medidas cautelares para una finalidad distinta a la prevista por el legislador, que es asegurar las resultas del juicio, es desconocer el derecho constitucional del inculpado a no declarar contra sí mismo y su derecho a un juicio justo.

Por todo ello, es conveniente, o mejor, necesario, separar de manera radical al juez para la instrucción del juez para la adopción de medidas. De igual modo, es evidente que, en buena doctrina procesal, no cabe que el instructor pueda desarrollar también la función de juzgador de los mismos hechos. En este terreno se progresa indudablemente con la creación de los jueces de lo Penal, aunque siga existiendo alguna excepción para los delitos menores.

En este marco, tiene todo el sentido atribuir las funciones de la instrucción al Ministerio Fiscal y reservar para los Jueces la adopción de medidas cautelares y la adopción de aquellas otras que impliquen limitación de derechos fundamentales. Un modelo que permitiría resolver los problemas de constitucionalidad que plantea el modelo actualmente vigente y permitiría también agilizar el curso de los procedimientos penales. El único argumento que se utiliza para frenar esta reforma es entender que los jueces gozan de independencia mientras que los fiscales solo gozan de imparcialidad, lo que precisamente aseguraría mejor las garantías procesales de las partes, acusación y defensa. Tal criterio solo podría ser tenido en cuenta cuando, en la materia a enjuiciar, puedan ventilarse intereses gubernamentales o partidistas, o cuando afecten a grandes corporaciones u otros colectivos de evidente significación social y de influencia notoria en las relaciones económicas y empresariales, temas que constituyen una inmensa minoría que no debiera condicionar la instrucción del resto de delitos que son más abundantes. Esta cuestión puede resolverse a la manera portuguesa, que mantiene la instrucción judicial respetando el principio de la necesaria imparcialidad objetiva y las exigencias del «Juez Natural». Y al propio tiempo, se haría necesaria la reforma del estatuto del Ministerio Fiscal, de suerte que se refuerce y asegure la efectiva imparcialidad de los miembros del Ministerio Público.

Casi todos los ministros de Justicia hemos intentado llevar a cabo esta reforma que, por una u otra razón, no se ha llevado a efecto. En mi caso, con el Código Penal de 1995 y la instauración de la Ley del Jurado, se agotó nuestra capacidad prelegislativa. Quien estuvo a punto de lograrlo, fue mi amigo Alberto Ruiz Gallardón y, desde entonces , nadie hasta esta fecha ha retomado la iniciativa política. Primero, por intereses corporativos de jueces y fiscales que se opusieron en un principio y, segundo, por la constante oposición del Ministerio de Hacienda dado el alto coste económico de la misma. Consideraciones económicas que no deberían impedir la reforma, superada en lo esencial la presión corporativa .Y dado que en este momento no resulta especialmente difícil obtener una mayoría parlamentaria suficiente, parece llegado el momento de abordar en serio la última gran reforma de nuestro ordenamiento jurídico: la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

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