Opinión | SALA DE MÁQUINAS

James Salter

La generación inmediatamente posterior a Hemingway/Dos Passos/Fitzgerald obtuvo en Estados Unidos menos ruido, pero muchas nueces.

Autores como Salinger, Pynchon o Styron acreditaron tantos méritos para sobrevivir al inapelable veredicto del tiempo como James Salter, de quien Salamandra acaba de publicar En otros lugares.

No se trata de una novela, ni tampoco de una serie de relatos, según tantos otros como firmó el autor de Todo lo que hay, pero sí de textos plenamente literarios, artísticos, por cuanto denotan la afanosa –y exitosa– búsqueda de un estilo muy depurado, de una extraordinaria claridad (tanta, que lo aproximaría al concepto de clásico, siendo la primera virtud del clasicismo su claro entendimiento).

En sus crónicas de viajes recogidas en En otros lugares (There and then, en el título original), Salter regresa a sitios muy especiales, como París, Italia o Tokyo, donde ya estuvo en la Segunda Guerra Mundial, como combatiente. Pero ahora ya no volará a los mandos de su caza de combate, sino que paseará en bicicleta y se alojará, en lugar de en barracones o trincheras, en hoteles frecuentados por los grandes artistas europeos, o en el que pernoctó Mishima poco antes de quitarse la vida por el rito samurai. La mirada de Salter, reabierta por el paso del tiempo, no encontrará ya aquello que vio en las campañas de Mc Arthur, cuando los kamikazes derribaban sus barcos y ellos soltaban desde el aire racimos de bombas. A su regreso, todo había cambiado, el mundo era distinto, pero la manera de mirar de Salter, de escribir lo que veía, no había variado apenas. Su pluma siguió describiendo con una suerte de envidiable luminosidad las riberas del Sena o la fosforescencia de las bahías japonesas, destacando aquellos rasgos que le parecían más notables y recordando a otros hombres y mujeres que antes que él intentaron contar lo mismo de otra manera.

Y reinventando, además de los escenarios, el propio esquema de la crónica, que en muchos pasajes se mezcla con la más pura literatura. Si Salter había soñado con Whitman, si de pronto recordaba que de joven, al despertar una buena mañana, había recordado los versos de Hojas de hierba, por ahí será por donde comience a escribir… ¿qué? ¿Una crónica, una estampa, una pieza, un reportaje… qué más dará?

Porque, en este caso, nos basta el autor.

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