Opinión | firma invitada

No somos robinsones

Hay todo un sistema socioeconómico que ha impregnado buena parte de nuestro estilo de vida, que mueve ingentes energías y recursos

Se han cumplido 4 años de la epidemia del covid. Aunque nuestra memoria es muy débil, aún recordamos como el Estado y la sociedad mostraron su fortaleza, y su necesidad, aportando medios técnicos, económicos y humanos para atender las necesidades y el montón de problemas que semejante crisis produjo. Los Ertes, el sistema sanitario, la provisión de determinados servicios y suministros de alimentos, energía, en fin, pusieron en marcha a un conjunto innumerable de instituciones y al conjunto de la sociedad para atender esas emergencias. Puede parecer una perogrullada, pero se nos olvida con frecuencia, especialmente cuando nos toca pagar por todo eso que recibimos y que por supuesto no cae del cielo. A algunos se les puede olvidar, pero otros simplemente lo ignoran y lo desprecian. Pura ideología reaccionaria. Estamos en una economía de mercado y parece que el consumo es lo que da la felicidad, que satisface nuestros deseos y poco menos que da sentido a nuestras vidas. Como mínimo, en numerosas ocasiones, el consumo adormece o neutraliza otras dimensiones y aspectos de la vida como la estabilidad en el empleo, las relaciones sociales y familiares o el apoyo y respeto a las diversas instituciones que regulan e interfieren en nuestras vidas. El consumo es esencialmente un acto individual y en cierto sentido individualista, promueve la individualidad. Pero no sólo es el mercado de consumo lo que ha espoleado nuestro individualismo.

Hay todo un sistema socioeconómico que ha impregnado buena parte de nuestro estilo de vida, que mueve ingentes energías y recursos para que el individuo se convenza y busque por sí mismo, con ayuda o sin ayuda externa, pero de manera personal su bienestar, su lugar en el mundo, su felicidad. Afirma que la buena vida, el éxito, están al alcance de cualquiera y lo que el individuo tiene que hacer es ponerse manos a la obra. De ahí se derivará su bienestar en las relaciones sociales, en la salud, en el trabajo y en su nivel de vida. Hemos oído miles de veces que los individuos deben sacar lo mejor de sí mismos, deben tener sentimientos positivos, transformar la negatividad y eso les dará un mayor bienestar a todos los niveles. No es eso de que el dinero da la felicidad, sino que si eres feliz tendrás dinero, salud y una vida plena. Se trata de las teorías de la denominada psicología positiva, la que pone en manos del propio individuo la solución a sus problemas a través de la búsqueda de la felicidad. El término acuñado para describir esta situación es la Happycracia. Si el sujeto no llega, están los libros de autoayuda, los mindfulnesses, los coachs u otros servicios y especialistas que van a sacar tu positividad que se traducirá en la superación de todos tus problemas, con un reparo muy importante: si no lo consigues es que no lo estás haciendo bien, tú eres el responsable, tú tienes la culpa. Por supuesto, tuya es la frustración que conducirá a agravar todavía más tu estado emocional y a hacer más necesarias esas demandas de ayudas.

Hoy se habla y se está aceptando socialmente la gravedad de los problemas mentales. No he manejado estudios que señalen que en estos tiempos hay más problemas mentales, que la sociedad está más enferma, que en otras épocas. O simplemente es que esa realidad se conoce más y afloran más ese tipo de estados o se ocultan menos. Las últimas cifras en España señalan que una tercera parte de la población arrastra ese tipo de problemas. Lo cierto es que hay una potente industria de la felicidad, con bases teóricas sólidas, con universidades y profesionales detrás, con empresas y especialistas trabajando en ese ámbito, o sea, que no son vendedores de crecepelos o chamanes, aunque éstos abunden en esos territorios. Está bien apelar a las energías del individuo para superar dificultades, pero... Mi duda está en que no sé si las consecuencias de esa filosofía y de esas prácticas ignoran algunas graves repercusiones para las personas y para la sociedad en su conjunto.

La vida actual, a diferencia de lo que pudo ser en otras épocas, es una vida en comunidad. El sacrosanto individualismo no facilita la asunción de un proyecto común como sociedad. Pero ignorar el entorno en el que nos desenvolvemos, no estimar la influencia de barreras y obstáculos, desigualdades, en suma, que dificultan a individuos, a grupos y colectivos, plantearse objetivos y metas, significa mostrar caminos equivocados para el desarrollo personal y de la propia sociedad. Pero no acaban ahí los resultados de esta visión estrecha. Esta perspectiva, en su afán de señalar al individuo aislado, autosuficiente, olvida los problemas sociales y santifica el status quo de una determinada estructura social sin importar lo justa o injusta que pueda ser ni los efectos sociales indeseados, que son precisamente fuente de malestar individual y social. Estas teorías y prácticas tienen una importante carga ideológica ultraliberal que deberíamos tener presente. Es, en suma, desmovilizadora. El individuo no está solo, no estamos solos. No es simplemente, si se me permite, el eslogan de la actual campaña de la DGT contra los accidentes de tráfico, es una realidad evidente con múltiples dimensiones y consecuencias.

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