Opinión | la rúbrica

Feliz edad

La felicidad oscila entre el consumismo de tenerlo todo y el ascetismo de no desear nada. La satisfacción lógica se acerca a la comodidad. Un valor que no apreciamos, porque si lo disfrutamos nos acusan de perezosos y si lo rechazamos somos inconformistas. Estamos tan bien como los días que nos deseamos al levantarnos. Aunque en realidad nos sintamos tan mal como el desastre de jornada que clausuramos. El problema es que identificamos permanentemente lo que nos pasa, con nosotros, y casi nunca con la propia realidad. Convertimos en mero protocolo el interés por quienes nos rodean, así que respondemos con formulismos a la falsa expectación por nuestra situación.

La opción de ser feliz se debate entre la obligación que nos imponen de aparentarla y la imposibilidad de alcanzarla. Cada vez que lo metafísico se acerca a lo terrenal buscamos una escapatoria para eludir su asimilación. Las religiones exigen pagar por adelantado, con una hipoteca de sufrimiento, el ficticio billete al más allá. No existe ningún credo que en sus preceptos obligue a disfrutar a sus feligreses ¿Se imaginan la angustia que asolaría a los fieles si de repente una nueva revelación les indicara que fueran felices, aunque no comieran perdices? Todas las confesiones promueven y especifican los sacrificios que deben seguir sus acólitos para alcanzar una felicidad que identifican con la vida eterna. La cantidad de penurias, renuncias, limosnas y mejillas que, de una u otra forma, exigen poner sobre los altares las doctrinas divinas, son abusivas. Tenemos un montón de colegios, en todas las culturas y países, enseñando conductas masoquistas a los niños y no nos escandalizamos. Aunque luego nos sorprendamos por sus consecuencias. En cambio, los profetas del apocalipsis se flagelan, y nos fustigan como posexos, si nuestros estudiantes aprenden igualdad, diversidad, prevención y una buena salud sexual. Por cierto, ojalá llegasen a la ideal sexualidad para gourmets que nos enseña Cara Delevingne en Planet Sex.

En España vivimos bien y así lo certifica la última encuesta del CIS sobre salud y deporte. La felicidad va unida a la seguridad sanitaria. Estamos a gusto porque contamos con un sistema social público que nos protege a nosotros y a los más cercanos. No somos muy activos en el deporte, aunque sí lo seguimos desde el sofá. Aquí la comodidad confunde la vagancia con el deseo de sentirnos mejor. Más del 86% de los españoles encuestados manifiestan un alto grado de bienestar. La felicidad tiene que ver con la feliz edad. El sesgo de bien quedar se lleva fatal con el malestar, así que seamos prudentes con tanta satisfacción y rebajemos la euforia mientras haya personas que sufran por llegar a fin de mes. Pero, en general, estamos en un buen país, con buena gente y magníficos servicios públicos.

Contrasta la felicidad ciudadana y el crecimiento económico del país, con la amargura que describe la derecha al dibujar una España negra sin blanca. Los representantes del PP y Vox serían desdichados en esta encuesta. Pero sus votantes sí están contentos con la vida que llevan, a tenor de las cifras que indican un aplastante nivel de felicidad. Me imagino a Feijóo y Abascal subiendo a casa en el ascensor, que ante la interrogación sobre su estado de bondad, responderían algo así: «disculpe no, no estoy bien. España se va a donde nos mandó Labordeta desde la tribuna del Congreso y esto ya no tiene remedio. Yo soy la verdad y la vida de este país. El que crea en mí y me votare, se salvará. Pero los que no me crean se condenarán al fuego eterno de la izquierda».

Como expresión de las tinieblas de rencor que unen a las derechas, organizaron una mesa satánica en el Senado para hablar de la amnistía. Salieron en tromba los predicadores autonómicos del PP para anticipar las plagas que nos desgraciarán. El presidente de Aragón, el popular Azcón, llegó como un caballero de la cabeza cuadrada, dispuesto a matar al dragón del lago Ness. Hasta que sus compañeros le aclararon que era el Aragonès y no el habitante del lago escocés. Le acusó de «enanez política», recordando sus jóvenes gritos en 1996 junto a la sede de Génova: «Pujol enano, habla castellano», pocas horas antes de que se firmara un acuerdo de gobierno entre el pequeño catalán y su jefe, el fulero Aznar. Serían los efectos del «resacón» en las Ventas, pero el conservador maño regresó desbocado de la gran boda egregia de Almeida e inició la caminada senatorial al estrado como un choto muy cheto con un chute de chotis.

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