Me llegaron las noticias del volcán de Cumbre Vieja mientras mis pasos perseguían una suerte de imágenes sobre el blanco nocturno de Ostuni. Un amigo mandó un whatsapp con un vídeo de su hija que vive en La Palma y entre exclamaciones escribía: ¡¡¡Este mar de fuego es lo que ve desde su ventana!!! Ostuni es una ciudad que mira al Adriático y en ese momento no fui capaz de comprender la furia con la que el interior de la tierra iba a tratar a tantas y tantas familias a las que luego, al llegar a España, he escuchado y en su dolor me he conmovido al entender que lo más importante para muchas de ellas no era tanto haber perdido una propiedad, sino sus recuerdos y su vida; encontrarse amputados y desnudos.

Las imágenes de la lava recorriendo las laderas en dirección al océano Atlántico aturden, porque son despiadadamente bellas y mortalmente crueles, y al observar esa rabia de estruendos y vómitos que la montaña escupe no nos queda otra que preguntarnos sobre nuestra insignificancia en un mundo que al tiempo que es nuestra casa, se convierte en nuestro más temido verdugo.

En estos días todo es triste en La Palma que no sabe cuándo cesarán los rugidos e ignora cómo serán los días una vez que el volcán se acalle y el paisaje diurno muestre con crueldad los efectos de la lava y la ceniza sobre la tierra y en el fondo del mar. «Todo es triste en La Palma, hasta los abrazos», dicen los palmeros mientras sobre sus espaldas intentan salvar esa última cosecha y en sus corazones depositan la extraña sensación de una vieja pregunta que ahora asesina todos los recuerdos. Todo es triste en La Palma, hasta las sonrisas, que esconden miedo y perplejidad y se saben débiles y son como mendigos a la caza de un Júpiter milagroso.

Cumbre Vieja acabará acallando su grito y su rabia y la vida volverá, pero no será la vida de antaño y por eso, desde ya, es preciso inundar con amor y respuestas a esa parte de nosotros que vemos sucumbir a través de imágenes en la televisión o en las redes sociales y que hoy es el pueblo de La Palma, que reza para que el volcán muera y no quede ni su recuerdo, que sin embargo pervivirá siglos y siglos.

En la inmediatez todo son buenas palabras, buenos propósitos y la solidaridad es un bálsamo ante la desesperación, pero con eso no vale. Sabemos que diez años después algunas de las familias afectadas por el terremoto de Lorca siguen esperando las ayudas de las administraciones, pero sin embargo ya nadie se acuerda de Lorca y ese es el grito sordo que nos ahoga a todos: sabernos inmediatamente prestos a la ayuda y al socorro y reconocernos igualmente prestos en el olvido y el adiós. ¡Que Cumbre Vieja no sea un Lorca más!