Había una frase que se acuñó en los años 50 en España que decía: «Pasa más hambre que un maestro escuela». Y la frase obedecía a una realidad que se producía en nuestro país, en el que los maestros, a los que pagaban por aquel entonces los ayuntamientos, quedaban en muchas ocasiones sin cobrar su salario porque el consistorio decidía gastar ese dinero en algo que consideraba más importante que la educación de sus muchachos, por lo que la vida del maestro quedaba a merced de la caridad de sus vecinos que en ocasiones no sabían nada acerca de la caridad. Hay constancia, incluso, de que en algunos casos esos maestros murieron en la indigencia abandonados por las autoridades y por los padres de aquellos alumnos por los que dieron su vida en el sentido literal de la palabra.

Es cosa del pasado, no cabe duda, porque hoy en día los maestros tienen unos sueldos dignos con los que ganarse la vida, que no tanto el respeto que merecen, y que es algo que poco a poco y día a día vamos perdiendo en favor de unos héroes de cartón piedra que ocupan nuestro espacio digital con fotos de aturdida y falsa belleza y llenos de testimonios que son rimas inconexas y de mal gusto.

No necesitamos héroes, necesitamos maestros, reclamo, porque los héroes lo son a costa de la estupidez de una mayoría que vive pensando en otra vida que nunca tendrá y de tanto soñar en esa otra vida olvida su vida de verdad y la termina por despreciar, de la misma forma que en los años 50 se despreciaba a los maestros, a los que se consideraba sustituibles por un simple adorno de mobiliario urbano, aunque ellos, nuestros maestros, nunca puedan ser reemplazados y eso sea algo que hayamos aprendido demasiado tarde. O que quizá nunca aprendamos.

Los maestros dejan huellas imborrables en las almas de sus alumnos y esas huellas son la que hacen hombres y mujeres capaces de discernir y confrontar, capaces de perdonar y obedecer, capaces de luchar y sobre todo capaces de amar aun cuando el amor parece una cosa mal vista, casi como una antigüedad desgastada que nadie quiere mirar y que se pudre en el ángulo oscuro de una habitación cerrada.

Todos necesitamos maestros que nos enseñen y básicamente los necesitamos porque tenemos mucho que aprender para dejar de ser ignorantes, para dejar de ser barcos a la deriva en un mar agitado por palabras necias de cuestionable belleza y nulo afecto, donde únicamente sobrevive la podredumbre que hemos ido alimentando con falsas expectativas y torpes estrategias.

Solo hay un epitafio que hace digno al hombre que lo sustenta y es la manera que pervive en el recuerdo de los otros. No necesitamos héroes, necesitamos maestros.

P. D. Para Antonio Musulén Tudela, que fue maestro en el perdón y en el amor.