El pasado jueves asistí en el Instituto Cervantes de Madrid a la presentación de un nuevo número de la revista 'Turia', cuyo cartapacio central está dedicado a la figura de Vicente Molina Foix, el escritor total. Fue una tarde entrañable, donde saludé a nuestro gran Pepe Cerdá, que ilustra con su visión de las cosas -sus ojos son singulares y huyen de corrientes o modas- las páginas interiores y la portada; escuché las palabras de quienes intervinieron en el acto, Raúl Carlos Maicas, entre otros, rescatando la importancia de crear para vencer, de crear para no ser olvidados, de crear para detener el terror, porque la vida nos va desgastando con su moneda del daño y nosotros apenas sí tenemos carcajadas para cubrir las heridas y sin saberlo nos convertimos en blancos perfectos.

Estábamos en una sala cómoda, caliente, con nuestro 'Turia' entre las manos que íbamos hojeando mientras los presentadores hablaban y las palabras también lo hacían desde el libro, como las que Marta Sanz le escribe a Molina Foix a través de una carta en la que le dice: «siento envidia de esos amores antiguos, de ese vínculo entre letraheridos, de ese tiempo del que sabemos algunas cosas, pero que tú nos muestras desde la perspectiva de esa sensibilidad sin alma tan fría y tan caliente al mismo tiempo». Y llegó el turno de Vicente Molina Foix y pensé que quizá fuéramos a sentir en el alma de ese escritor total las gotas que perturban sus palabras, pero no. Él nos habló de las cartas, de los miles de cartas que ha recibido y sobre todo nos habló de las cartas que su padre escribía a su madre y su madre escribía a su padre y sobre las que su madre decía: «qué bien nos hacen las cartetas». Entonces imaginé qué palabras contendrían aquellas cartas, que rumores de voces llegarían a través de las palabras escritas para conquistar ese bien de ellos en una tarde soleada.

Hay cartas que nos destrozan y otras que pasan sin pena ni gloria

Hay cartas para todo, explicó Foix, quien reconoció haber recorrido el rastro comprando postales escritas por otros que él ha leído, imaginando a ese muchacho que con faltas de ortografía explica desde el frente su amor y su lealtad sin fisuras hacia la muchacha que lee con lágrimas en los ojos. Hay cartas que nos conmueven, las hay que nos informan, hay cartas que nos destrozan y otras que pasan sin pena ni gloria. El escritor total nos habló de su banco de cartas, como quien posee un tesoro, y sin duda así es, porque todas esas palabras que él conserva son, en ocasiones, un nudo en el estómago; la propuesta de la felicidad, quizá o un cielo anticipado que se oculta tras un incendio sin letreros ni salidas.

Apenas ya escribimos cartas, porque todo lo banalizamos con imágenes que subimos a redes paridas de emoticonos y esterilidad, inconscientes como somos de que no son nosotros, sino lo que en ese instante queríamos ser. La carta, sin embargo, permanece intacta y fiel.