Cierran los Italianos de Independencia

Al llegar la primavera me encantaba ir hasta allí y, arropada por sus azulejos mar/lago, el gentío y mi madre y mis hermanas, pedir siempre la misma mezcla de sabores

El local de Helados Italianos en Independencia cierra tras 40 años de andadura.

El local de Helados Italianos en Independencia cierra tras 40 años de andadura. / Andreea Vornicu

Ángela Labordeta

Ángela Labordeta

Cierran los Helados Italianos del paseo Independencia tras décadas de servir sueños y sabores. Zaragoza es una ciudad llena de cosas hermosas y de otras no tan hermosas y entre las hermosas están esos italianos, que en la década de los setenta se ubicaban en el paseo Independencia en la acera donde hoy se viste El Corte Inglés, en la época en la que estaba Galerías Primero.

A mí me gustaba cuando los italianos abrían sus puertas al llegar la primavera y me encantaba ir hasta allí y, arropada por sus azulejos mar/lago, el gentío y mi madre y mis hermanas, pedir siempre la misma mezcla de sabores: limón y fresa sobre un cucurucho que era el envase perfecto de aquel ritual que consistía en ir saboreando poco a poco las dos bolas de helado con suaves lametazos, al tiempo que con un juego astuto de la lengua ibas hundiendo en el cucurucho parte de la emulsión de los helados para llegar al final y así disfrutar con ese último éxtasis donde, si habías sido hábil, se mezclaban los sabores con el crujir de la fina teja del cucurucho.

Mis hermanas y yo jugábamos a ver cuál de las tres era más hábil y debo de reconocer que, teniendo pocas habilidades, aquello lo bordaba y sé que ellas me envidiaban porque en ese ritual me centraba de tal forma que no se me derramaba ni una gota de aquella bola rosa y amarillo pálido que constituye uno de los sueños de mi infancia.

Una tarde, ignoro el motivo, quizá estuviera medio enferma o medio enamorada, el ritual salió mal y las dos bolas se precipitaron sobre la acera sucia del paseo Independencia y ya no eran más que dos manchas pisoteadas. Creo que comencé a llorar y mi madre me dijo que no me preocupara, que volvíamos a entrar y me compraba otro helado, «de limón y fresa, como a ti te gusta», añadió. No sé por qué, pero le dije que no y lo más raro de todo es que dejé de comer helados italianos y durante años guardé su sabor y mantuve en mi memoria intacto ese ritual de amor y deseo.

Cerraron ese local y abrieron otros italianos en la acera opuesta del paseo Independencia, los que ahora cierran y en los que nunca entré porque mis italianos estaban en la otra acera y en esa parte de mi cerebro donde las cosas hermosas deben permanecer intactas.

Hace unos años abrieron unos italianos cerca de donde vivo y cuando pasaba por la puerta pensaba y me acordaba y pasaba de largo. Un día iba con mis hijas y ellas me dijeron: «¿Compramos helados para casa?»; «No», dije. «¿No te gustan?», preguntaron. «Sí», –respondí–. «¿Entonces por qué no?» Acepté y todo se desvaneció: los sabores no descansaban sobre cucuruchos, sino en unos pequeños envases impersonales y decididamente adversos con mis recuerdos.

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