Existen estadios que juegan, que marcan goles, que señalan penaltis e incluso que ganan títulos. La Romareda, siendo un campo cálido con el fútbol de marca y comprometido con la causa, no ha destacado históricamente por su influencia en el resultado final. El visitante se sentía cómodo incluso en la derrota, que venía por lo general de un adversario superior, no de una grada beligerante. Los tiempos, sin embargo, han cambiado para todos. El Real Zaragoza no es ya aquel equipo de traje a la medida, elegante en épocas doradas y correcto en las formas en periodos de transición. Agapito Iglesias le ha vestido con retales y le ha dejado en varias ocasiones a las puertas del orfanato de la Liga, donde nada bueno ha aprendido. Quizás, como un lazarillo no excesivamente pícaro, a sobrevivir a las miserias de su amo.

A la afición le ha costado aclimatarse y, pese a todo, persiste en una revolución popular y masiva que intenta recuperar las señas de identidad perdidas o robadas. Ha sido duro, muy duro, pero después de cuatro temporadas de aprendizaje y dando ejemplos sin precedentes como el desplazamiento a Levante en la última jornada del curso pasado, La Romareda se ha convertido en un recinto donde noventa minuti son molto longo. La gente tuvo sus dudas este ejercicio, sobre todo al principio, pero superado el agotamiento, salió a la búsqueda de su equipo y le rescató. Luego, sin Agapito en el palco, cerró filas entornó a los chicos y les dio de comer caliente.

Nada como el hogar

Nada como la familia. Nada como el hogar. El conjunto de Manolo Jiménez, quien ha colaborado a acelerar de nuevo ese sentimiento de lo propio por encima de una situación institucional vergonzante, necesita ganar los dos partidos que restan para salvarse. Liquidados el Athletic y el Levante, el sábado viene de visita un Racing descendido. Con la salvación más próxima que nunca, aún está a años luz. Si Rayo y Villarreal vencen en uno de sus encuentros, el equipo perderá su plaza en Primera.

La esperanza, la ilusión, la fe y todos los condimentos que sazonan los milagros se han sembrado en una Romareda humilde, comprensiva y tolerante. En unos seguidores que donde antes colgaban pancartas de campeones y desplegaban tifos de colores festivos, ahora exhiben con idéntico orgullo el estandarte del guerrero "Sí se puede". Los jugadores no han sido ajenos a ese mensaje, a esa simbiosis: les han respondido desde la hierba con victorias, con triunfos poco magníficos y nada zaraguayos, la mayoría rebozados de angustia y sudores fríos.

El Real Zaragoza ha ganado cinco de los últimos siete encuentros en La Romareda, en un estadio que ahora juega y marca goles con su aliento huracanado, con un latido consanguíneo. Ese espíritu de resistencia tiene víctimas con nombre propio. Primero fue el Villarreal, después el Atlético y de forma consecutiva Granada, Athletic y Levante. Osasuna empató en el último suspiro y el Barça se impuso no sin esfuerzo. Antes de esta multiplicación de los panes y los peces, todo quisqui se iba con los tres puntos sin realizar una gran inversión.

La dimensión del estadio es la misma y su aforo no ha variado. La magia reside en el corazón de los aficionados, que han aportado con su actitud que la llama competitiva de los futbolistas, tan impresionables en los desplazamientos, siga encendida hasta última hora de la noche. Faltan dos lunas para que amanezca. Felices sueños hasta entonces.