Las derrotas no solo se reflejan en el marcador. No hace falta siquiera que el rival te meta un gol. El Real Zaragoza no perdió, pero acentuó su imagen de equipo de chanza, de ejército malvestido y peor armado. Le venía el Mallorca, un enemigo de cuidado, y se comportó con los miedos que delatan la poca fe del entrenador y de sus jugadores en competir lo más mínimo por la victoria. Se saben pequeños, muy pequeños, y tuvieron a su favor que el adversario se entretuvo en el ornamento churrigueresco y que el pecho de Cristian es el del capitan América. También, como se merece, hay que elogiar que en su condición de tribu pigmea se amontonaron a la perfección para agarrarse con desesperación al punto como si fuera el tesoro de Sierra Madre. Si esta historia no cambia, quizás resulte que sí, que esa pedrea sirva para salvar la categoría. Porque ese y no otro, la lucha por la permanencia, es el objetivo oficial por mucho que, con poca vergüenza, se apunte publicitariamente a metas más nobles.

La entrada en la alineación de Francho, desplazando a Eguaras e Igbekeme, tuvo un efecto catártico en los prolegómenos. Alguien diferente, joven y cualificado para alicatar las desconchadas paredes del centro del campo. El chico tuvo una actuación correcta, a un nivel nunca inferior al de sus antecesores en el puesto, pero ese debut destilaba algo de oportunismo por parte del técnico, quien afrontaba la cita con media maleta hecha. Francho mantuvo la posición y simplificó su trabajo, dos decisiones inteligentes para evitar las trampas que poblaban su estreno. El resto de sus compañeros se fundieron en el anonimato, con cara de susto, asumiendo su inferioridad en todos los terrenos y construyendo a cada paso del minutero murallas más retrasadas. El espectáculo de la segunda parte resultó dantesco: cedió el campo y el balón al Mallorca sin negociar condición alguna. No sobrepasó la medular, arremolinado en el búnker, con despejes ordinarios que invitaban al Mallorca a configurar una acoso constante aunque, felizmente, sin puntería.

Los empates también se merecen su cariño. En otras circunstancias poseen un gran valor y su trabajo es producto de una armoniosa labor de contención. Aun así, este, disfrazado de conquista, está mucho más entroncado con la derrota por las sensaciones que produjo, las mismas en en jornadas anteriores, las de un Real Zaragoza ramplón, triste y cobarde que observa la portería de enfrente como si estuviera en Saturno. Hay que insistir en que nada le avala para lanzarse hacia arriba a lo kamikaze, pero si además juega a lo pobre, su caída a los infiernos será inevitable y aburrida.