En menos de un mes, Barack Obama ha llorado dos veces en público: la primera mientras felicitaba y agradecía a su equipo de campaña su labor ante el resultado electoral y, la segunda, en su comparecencia en la Casa Blanca para analizar el brutal tiroteo en la escuela de Newtown y su desgarrador desenlace. Lágrimas para la victoria, lágrimas para la derrota.

En su alocución, el presidente Obama como padre. Las referencias a sus hijas y a sus sentimientos en relación a la pérdida de un hijo ofrecieron un registro conmovedor y auténtico. Obama transmitió, con sus palabras y su modo de sentirlas, un profundo dolor y consuelo a las familias de las víctimas. Resulta sincero, no imposta sus emociones. Pero la pregunta central es: ¿Qué hará para evitar más masacres?

En los próximos días, la sociedad norteamericana va a estar expuesta a una intensa emotividad. Según el portavoz del presidente, Jay Carney, no es "el momento para reabrir el debate sobre el derecho a la posesión de armas, recogido en la Constitución estadounidense". Pero si Obama no lo hace, difícilmente podrá cumplir su palabra: "Vamos a tener que unirnos y tomar medidas significativas para prevenir futuras tragedias".

Los datos son abrumadores. En Estados Unidos, en los últimos años, 23 matanzas crueles han sobrecogido a audiencias globales, pero cada año se dispara a 100.000 personas y 30.000 pierden la vida y, de todas ellas, casi nunca sabemos nada. Se calcula que hay 270 millones de armas en manos de civiles. Y la legislación para poseerlas sigue suavizándose y siendo cada vez más permisiva si cabe.

Obama se enfrenta a un desafío moral, legislativo y político que debe afrontar con coraje y sin demora, o no será la última vez que le veamos llorar. Lo hizo también cuando abrazó al esposo de la congresista Gabrielle Giffords, víctima del tiroteo de Tucson, Arizona. O, recientemente, en Aurora (Colorado), cuando consolaba a las víctimas de otro tiroteo producido dentro de una sala de cine.

Las lágrimas de Obama le dignifican. Pero su parálisis política le acusa. Y, siendo como es sincero, esto debe mortificarle. Las lágrimas de dolor pueden ser --también-- de impotencia e incapacidad. El presidente debe liderar una coalición moral (y política con alcaldes como el de Nueva York, Michael Bloomberg, por ejemplo) para luchar contra la legitimización de la violencia en su país que le permita una agenda de cambios legislativos imprescindibles para limitar, controlar y reducir la venta y proliferación de armas en manos de ciudadanos.

El hombre de la sonrisa arrebatadora también sabe llorar. En el 2011, en su discurso después del tiroteo de Tucson, Obama lanzó un llamamiento a una nueva era política "más civilizada". Pero en la campaña electoral ha callado, como todos. El país más poderoso del mundo está siendo corroído por una grave infección moral. El presidente tiene la legitimidad, la oportunidad y la responsabilidad de responder políticamente a esta degradación colectiva. Después de llorar, reaccionar. sin demora.