Ha sido suficiente que el Gobierno actual anulara las reválidas previstas en la LOMCE para que en los medios de comunicación se hable ya de un inminente pacto político para la reforma del sistema escolar español. Si es cierto que ese pacto se convierte en realidad me alegraré como creo que lo hará la mayoría de la ciudadanía. Sin embargo, estoy convencido de que ese pacto solo servirá para aprobar otra nueva ley reguladora del sistema escolar, que modificará los aspectos superficiales dejando intacta la estructura de dicho sistema. Es decir, sucederá lo que ha ocurrido con las leyes que han sido aprobadas después del año 1990: todas han dejado intacto el andamiaje estructural del sistema escolar español que configuró la LOGSE, habiéndose limitado a modificar única y exclusivamente el currículum: prioridad de algunas materias en detrimento de otras, mayor o menor peso de la religión y de la educación para la ciudadanía, reválidas sí o reválidas no, etc.

Alguien se preguntará por qué desconfío de los efectos de ese anunciado pacto político. Es bien sencillo. Porque la modificación profunda del sistema escolar requiere la firma previa de un pacto social, en el que participen los expertos, los docentes, los sindicatos, los movimientos sociales de base y las asociaciones de padres y madres.

Una vez logrado ese pacto social es cuando debe producirse el pacto político, consistente en consensuar una ley orgánica que contenga las propuestas asumidas previamente en el pacto social. Después de haber sido consensuada esa ley entre el mayor número posible de los partidos políticos y aprobada en el parlamento será necesaria una masiva campaña, a través de todos los medios de comunicación social, destinada a sensibilizar a la sociedad.

Es más que evidente que esos dos pactos (el social y el político), junto con esa masiva campaña de sensibilización social, tienen sentido si lo que se pretende es una modificación estructural de los anclajes del sistema escolar en los que existe evidencia empírica de que han sido las causas más significativas del fracaso de dicho sistema en los últimos veinticinco años. El diagnóstico de dichas causas ha sido realizado a través de múltiples investigaciones y, sobre todo, por las evaluaciones externas efectuadas por organismos internacionales, las cuales han sido divulgadas hasta la saciedad por los medios de comunicación. Con el fin de no sobrepasar la extensión de un artículo periodístico, me referiré solo a los tres ámbitos donde hay más evidencia empírica.

Dado que todas las investigaciones muestran que el mayor porcentaje de fracaso escolar del período obligatorio de la escolarización se produce en la ESO, entiendo fundamental un replanteamiento radical de la misma. El problema es que no existe unanimidad en determinar cuáles deberían ser los cambios. Desde mi punto de vista, el primer ciclo de ese tramo de la escolarización obligatoria debería quedar integrado dentro de la enseñanza primaria y, por lo tanto, ser impartido en los colegios de primaria y por maestros (no se olvide que hoy en día su nivel académico es equivalente al de las extintas licenciaturas). En ese supuesto, la enseñanza secundaria estaría integrada por el segundo ciclo de la actual ESO, por la Formación Profesional y por un Bachiller de tres cursos en lugar de dos como tiene ahora.

Otro ámbito en el que existe bastante unanimidad entre los expertos es el de la formación del profesorado. La supresión de las especialidades en la formación de los maestros, surgida como consecuencia del denominado Plan Bolonia, solo tiene sentido si se exige la realización de un máster profesionalizador para poder trabajar como docente de música, de educación física, de lengua extranjera, de educación especial, o de perturbaciones de la audición y del lenguaje. Pero donde resulta más inquietante la necesidad de una modificación radical del modelo de formación del profesorado es en la enseñanza secundaria. Todo el mundo estaba de acuerdo en la inutilidad del CAP que todos los aspirantes a la docencia en la enseñanza secundaria tenían que realizar desde 1970. Sin embargo, cuando por fin se suprime solo cambia el nombre (ahora recibe la denominación de máster) y el lugar donde se imparte (antes era en los Institutos de Ciencias de la Educación y ahora en las Facultades de Educación). Y, por supuesto, para lograr una formación de calidad del profesorado de esos dos niveles escolares sería imprescindible la total y absoluta transformación de los centros universitarios de formación del profesorado.

Por último, es fundamental no perder de vista que todos los estudios internacionales muestran que los sistemas escolares con mayor excelencia son los de los paí- ses donde los centros están regentados por unos equipos directivos profesionalizados y estables, a los que se les ha concedido un elevado grado de autonomía, y en los que se lleva a cabo una evaluación externa de los colegios de forma periódica cuyos resultados influyen en la concesión de un mayor o menor presupuesto económico, en la concesión de proyectos de investigación-acción, en la carrera profesional y hasta en el salario del profesorado.