El millonario artista británico Damien Hirst, de 43 años y miembro del movimiento Britart ha vuelto a embolsarse, de nuevo, unos cuantos millones de euros con la venta de su obra El becerro de oro. Ya lo hizo en su día cuando en los 90 compró por 8.000 euros un tiburón tigre en Australia, después lo metió en formol, le puso nombre y Charles Saatchi lo adquirió por 80.000 euros. Posteriormente el marchante lo vendió en 2005 a un desconocido coleccionista americano por nueve millones de euros. Hirst sabe lo que se trae entre manos, de hecho trabajan para él, en varios de sus estudios, ciento sesenta personas.

Mientras haya compradores caprichosos que satisfagan sus vanidades con ganas de especular, tendrá garantizada su permanencia, otra cosa es que nos quiera convencer de lo que hace y darle la categoría de arte.

Cuando surgen estas noticias siempre se reaviva la polémica sobre la relevancia social del arte contemporáneo. Resulta muy fácil ironizar sobre estos temas, además el público suele estar de tu parte. Pero no quiero entrar en el juego aunque sea divertido, sino hacer una reflexión sobre la trascendencia que existe en las obras de arte por sí mismas, sin anécdotas. Las de Hirst y las del movimiento Britart en general, subsisten gracias a un anecdotario que las justifica, en cambio una obra de Picasso, de George Braque, de Turner o de Howard Hodgkin, tiene ya un valor intrínseco al margen de las explicaciones sobre su significado, eso es algo a lo que no tienen acceso las obras como la de los Chapman, por ejemplo, cuando en 2003 utilizaron una edición de 1937 de los grabados de los desastres de Goya para pintar encima de ellos, o el taxidermista de Hirst. En estos casos lo importante no es la obra sino lo que cuentan de ella.

La mayoría de los museos de arte contemporáneo están vacíos de contenido y de visitantes, ya nadie cuenta nada. Solitarios cementerios de desguaces y ocurrencias, aburridos hasta la saciedad.

Pintora y profesora de C.F.