Opinión | el triángulo

Esas ciudades

Las buenas noticias del turismo a veces tienen una doble cara y hacen de la convivencia un problema para quienes viven allí y no están de visita

Recuerdo que cada día, antes de llegar al apartamento, me paraba en un bar cercano y me tomaba una copa de vino y allí coincidía con unos cuantos vecinos que hacían exactamente lo mismo que yo y a la misma hora. Al tercer día nos saludamos y uno de ellos me preguntó que qué hacia por allí, le dije que estaba pasando unos días y él se asombró de que me encontrara tan lejos de la Plaza de San Marcos y de que estuviera sola. Le dije que cuando decidí volar a Venecia, y a pesar de las fechas, apenas quedaban lugares donde dormir y Dorsoduro me pareció un lugar tan bueno como cualquier otro. «Puede», me dijo, «pero aquí para nosotros ningún lugar ya es bueno. O la humedad o los turistas no acabarán matando». Le dije que no veía mucha gente y me respondió: «Vuelva usted dentro de un mes y verá. Enero es nuestro mes de reposo». Y de alguna forma, estando la ciudad con un nivel de turismo medio, algo se respiraba en ella que era como si estuviera agonizando y nadie se diera cuenta a pesar de sus gritos ahogados por el bullicio y su decadente belleza.

Es difícil saber cuál es el máximo de resistencia de una ciudad y de sus habitantes, pero hay indicadores que lo presagian y señalan que el límite está próximo cuando el todo vale alumbra el caos y destruye la intimidad.

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