No es Zaragoza ciudad de jardines colgantes sino de otros complicados vergeles, en los cuales hay que andar con cuidado porque es fácil acabar metiendo el pie en la charquina (ya se sabe: agua de riego y abono orgánico). Los alcaldes de la ciudad se la juegan en cada envite, en cada obra emblemática y/o problemática. Rudi puso mucho cuidado en no correr ni un sólo riesgo y no fue más allá de colocar unos maceteros aquí, unas farolas isabelinas allá y cambiar alguna que otra tubería. Le fue de coña. Otros no han tenido tanta suerte.

Atarés pisó la caca cuando se empeñó en remodelar Independencia con un proyecto cogido con alfileres. Allí se estrelló contra el arrabal de los bereberes Sinaya y contra la incapacidad de su equipo para replantear la reforma y convertir los inconvenientes en un valor añadido. Luego hemos visto a Callizo mancharse los bajos del pantalón de alpaca con la capa freática en la cual naufragó el Gran Teatro Fleta (menos mal que Biel le hizo una estupenda limpieza en seco). Y el que ahora va de cráneo es Gaspar, tan institucional y leal él. Ha tenido que transitar por traicioneros jardines (ajenos, para más inri) como el de La Romareda y luego el del Seminario (cuyas tristes paredes son ahora objeto de disquisiciones sobre su presunto valor histórico-artístico, ¡vaya una majadería!). Encima los hortelanos de la competencia (o sea, del PAR) no paran de tirarle pellas de barro y de otras materias menos nobles aún.

Acongoja ver al actual ayuntamiento chapoteando entre feriales, rastros, campos de fútbol, muros sobre el Ebro, barrios del AVE, azudes y mejillones cebra. Pero Belloch y su peña están metidos en una transformación urbana sin precedentes. No sé si por osadía, por cabezonería o por simple inconsciencia tanto el alcalde cesaraugustano como su socio y primer teniente de alcalde parecen dispuestos a meterse donde haga falta. Y yo creo que van a salir bastante mejor parados de lo que algunos creen.