La desesperación les llevó a cometer el mayor error de su vida y lo han pagado con su libertad. Su estancia en el centro penitenciario de Zuera, una de las cárceles de máxima seguridad de España, les ha marcado, especialmente porque no han podido disfrutar de su juventud. Cristina sopló 45 velas por su cumpleaños en el interior de esta prisión, al igual que Sara que hizo 30 años, pero no fueron las únicas puesto que han cumplido penas muy elevadas. La primera prefiere no decir el delito, la segunda reconoce que se dedicaba a la introducción de cocaína pura en el país. Ambas lo califican como el «mayor error» de su vida y ahora, por fin, disfrutan de poder pasear por las calles de Zaragoza. No son totalmente libres, están en tercer grado penitenciario, pero se están preparado para su nueva vida con ayuda y también con miedo.

Lo hacen de la mano de Susana, una religiosa natural de la localidad valenciana de Cullera que forma parte de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl en Zaragoza. Ella iba a la cárcel a participar en la misa con su guitarra hasta que un día vio junto a una compañera, sor María Luisa, que había algunas internas que estaban obligadas a cumplir la pena sin permisos, sin la condicional y sin el tercer grado penitenciario porque estaban totalmente solas en el país en el que estaban en situación irregular. No tenían una residencia en la que estar localizables.

Su aislamiento era una doble condena y acordaron crear una casa de acogida para estas mujeres. En estos momentos hay siete, entre ellas Cristina y Sara, quienes salen y entran con casi toda la libertad, puesto que llevan un brazalete para saber dónde están en su tobillo. El mayor tiempo que pasan dentro es cuando duermen porque son verdaderamente hiperactivas. Clases de informática, de idiomas y hasta un grado universitario son algunas de las actividades en las que emplean sus horas del día. Todo con la feliz idea de volver a empezar de nuevo.

Temor

En su planes de futuro hay miedo, hay temor a ser juzgadas de nuevo por su estancia en la cárcel y no conseguir la confianza necesaria para tener un trabajo. Se nota en la realización de este reportaje porque quieren dar los menos datos posibles para ser reconocidas. 

«Me preocupa conseguir un trabajo y cuando vean que tengo una hoja de penales, pese a haber sido seleccionada para ese empleo se me diga luego que no porque tienen miedo a que haga algo. Cometí la mayor tontería que pude hacer, pero no soy una delincuente», señala Sara que sí se atreve a decir que fue condenada a seis años de privación de libertad.

Cuando entró a la cárcel su pena fue doble. No sabía nada de español y durante dos meses se sintió aislada. Ahora habla con una fluidez que quienes están con ella le piden que repose porque lo ha aprendido muy bien. Durante esos 60 días estuvo encerrada en el interior de su celda y siempre acompañada de un libro. Fue su mejor amigo y muestra de ello es que rápidamente pidió puesto para trabajar en la biblioteca de la prisión.

Entre rejas le picó el gusanillo de las idiomas y ahora está en la escuela oficial mejorando su español, pero también el inglés. Su lengua materna es el francés. Con los tres idiomas sus planes de futuro van encaminados al turismo. Especialmente le gustaría poder estar en un hotel.

Cristina es más reservada. Solo desvela que tiene 45 años, aunque admite que hay gente a la que le ha confesado, sin darse cuenta, que ha estado en la cárcel. «Te sientes a gusto, te pones a hablar y lo dices», señala con una sonrisa. Y es que esta mujer aprovechó su larga estancia en el centro penitenciario para estudiar inteligencia emocional. De hecho, entre sus múltiples actividades está su deseo de ser en un futuro asesora política por la formación que actualmente está cursando y destaca también una labor de voluntariado con personas vulnerables. Al acabar la entrevista para este reportaje asistió a una joven que había tratado de suicidarse. «Del pozo más hondo se puede salir», señala.

Aunque tienen libertad de movimientos ambas son supervisadas por la religiosa Susana, quien destaca que antes de que estas mujeres entren en la casa de acogida se les hace un estudio para ver que habilidades tienen y cuáles son sus necesidades. Estas van desde enseñarles los quehaceres domésticos por si quieren trabajar como empleadas del hogar hasta ayudarlas a realizar todos los trámites para regularizar su situación en España. La mayoría no quieren volver a sus países.

También les hacen un acompañamiento psicosocial si lo precisan. En la casa de acogida están en tiempo que necesitan, aunque no suele ser mucho porque cuando consiguen la libertad vuelan con un trabajo debajo del brazo. Eso sí la relación entre ellas se mantiene impertérrita. 

El covid obliga a impartir «misas a destajo» en Zuera

Casi veinte años, desde que abrió la cárcel de Zuera, lleva el sacerdote Raúl Revilla ofreciendo sus servicios y su presencia a los presos de este centro penitenciario. Ahora, con 77, sigue con ganas y reconoce sin problemas que está última etapa junto con los reclusos está siendo la mejor desde que se ordenó.

«He estado en parroquias, en colegios y también en América. Volví a España cuando falleció mi madre y antes de volverme a Honduras me pidieron por favor que me quedara, que acababan de abrir la cárcel y necesitaban a alguien. Y allí que aterricé», narra alegremente.

El covid, explica, está complicando mucho su labor en la prisión. Hasta junio apenas dejaban entrar voluntarios y tuvieron que parar por un brote. Desde agosto la actividad se ha recuperado pero las medidas sanitarias le obligan a impartir «misas a destajo» para que todo el mundo pueda acudir.

«Hay 14 módulos, más los ingresos y otros presos y no los podemos juntar, así que en teoría tendría que impartir 17 misas a 17 grupos diferentes cada fin de semana. Lo que intentamos es que todo el mundo pueda asistir a una cada 15 días», explica.

¿Y qué es lo que necesitan los presos de la presencia de Revilla? «Buscan todo. Algunos quieren desahogarse, hablar, y otros solo necesitan que les des un par de cigarrillos. Hay ratos que son muy malos pero muchos, la mayoría, son muy buenos», asegura.

Su relación con los presos va más allá de la propia cárcel. Cuando salen en libertad incluso le llaman a él para bautizar a sus hijos. «Yo no puedo estar a todo. Les digo que hay más curicas por ahí», ríe.