Sonaba una melodía, suave pero constante. Mi oído se hacía a ella, a su timbre, su intensidad, a su pulso, y casi sin querer todo era ello, todo eras tú. Es curioso pensar que antes otra canción inundaba mis pensamientos y mi corazón, pero el desgaste y la monotonía de la soledad hizo que ya no sonora igual, que cambiara. Me sentí culpable, porque quizá no le presté la atención suficiente, el tono era débil y se apagaba con frecuencia, y debía de esperar que volviera a sonar. No bailaba con pasión, y al final dejé de hacerlo, hasta que llegaste tú.

Te metiste en mis entrañas, en mi corazón y no salías de mi mente. Me hice a ti, a tu compañía, a tu caminar, a tu voz. Sentía mis manos frías por la ausencia de tu palma acariciándolas. Me encantaba recorrer las infinitas líneas de tus manos, llenar la habitación de nuestras carcajadas despreocupadas; hiciste caminitos a lo largo de mi cuerpo que llegaban a mi corazón. Mientras, metías tu sonido por mis venas, y al no escucharte dolía, costaba seguir bailando en una pista vacía. 

Te oía entre mil canciones resonando en un mismo lugar; se me hacía tan familiar, la tarareaba, sin siquiera notarlo. Acabé queriéndote como se quieren los polos más opuestos, amando la diferencia: eso que les hacía tan especiales.

Unos incomprendidos que crean su propia canción al son de sus latidos, sin importarles si se movían mal aún con todo el mundo mirando, porque nada más importaba. No había nada más bello que mirarnos en silencio mientras que nos perdíamos en nuestra mirada. 

Me encantaba que todo lo hacíamos como si fuera la última vez y ahí descubrí los abrazos que curan, los besos que me hacían sentir en casa. Esas últimas veces, al final, fueron de verdad, pero notaba cómo nuestros cuerpos se alejaban lentamente, cada vez más… era inevitable. Preveía ese final desde hacía tiempo, pero yo misma me até una venda a los ojos creyendo que así lo iba a poder evitar. Fue efímero comparado con la eternidad que quería vivir a tu lado. Lo que más temíamos se hizo realidad.

Mentiría si te dijera que no te sigo queriendo, porque las cenizas del incendio de nuestro amor siguen siendo recientes, pero aunque no lo creas no quiero hacerlas renacer. Estuve naufragando por un mar de dudas, dolor y perdón durante demasiado tiempo; me hundí, y no quiero depender de tu mano para salir del fondo. 

No teníamos muchas cosas en común, tampoco nos importaba, creíamos complementarnos de alguna forma. Supongo que me queda decirte adiós, porque los «tequieros» infinitos no tienen fecha de caducidad.