El trabajo social, referencia del sistema de responsabilidad pública de servicios sociales, ya sea desde la Administración o desde el tercer sector, es un servicio esencial. Y quienes lo ejercemos seguimos adaptando nuestra intervención a la evolución de la pandemia. Tenemos una doble responsabilidad: con la institución o Administración donde trabajamos y con el mandato de nuestro código deontológico.

Esta profesión, como tantas otras, es vocacional. De otra forma, no se entendería la presión y el estrés que venimos sufriendo y el aguante que estamos teniendo. Así lo demuestra el informe que se analiza en estas páginas, y ya adelanto que el siguiente no será mejor.

La cuestión es clara. El covid está generando una crisis social y económica que perdurará más allá de la sanitaria. Y la estamos capeando con los mismos medios y el mismo personal que antes de la pandemia. Si los equipos de servicios sociales ya no cumplían las ratios establecidas, ahora ni se acercan. Solo hay que hacer cuentas.

¿Cómo atendemos? Con bastante imaginación, con unas herramientas tecnológicas que, en la mayoría de los casos, ni son las adecuadas ni facilitan la intervención profesional, y deseando que se nos permita recuperar la presencialidad y las miradas con la seguridad adecuada. Pero esa fuerza que sacamos ante la emergencia va desgastándose conforme pasan los meses.

Hay dos efectos entre los que nos movemos. Primero, el efecto sándwich. Nos sentimos una fina loncha de queso, atrapados entre las necesidades sociales y demandas de quienes atendemos y la Administración o entidad en la que trabajamos, que nos pide aumentar la burocracia y el control a los pobres, no vaya a ser que defrauden.

El segundo, mucho más duro si cabe, es el efecto pinza. Somos una fina cuerda a la que vamos sujetando historias de vida, situaciones críticas, personas que caen, que tienen cara y ojos -no son números-, y que sujetamos con pinza cual ropa tendida. Sentimos que defraudamos, porque literalmente no podemos hacer nada más.

Y eso es lo que refleja este estudio: compromiso ético, fuerza y vocación, pero también cansancio, resignación y supervivencia. Así nos sentimos.

Mucho me temo que nadie se sentirá aludido, porque entre la descentralización y las diferentes competencias en servicios sociales, se puede jugar al fútbol pasando la pelota.

Pero aquí seguimos, pidiendo una ley marco estatal, organización y criterios, presupuestos y recursos reales, menos burocracia, atención presencial, tiempo para la intervención comunitaria y poder trabajar con un enfoque preventivo, y no ante daños irreparables. En definitiva, queremos estar al lado de quienes sufren o les ha tocado una mala partida.

Personalmente, no puedo estar más orgullosa de representar a esta profesión. Somos alma, corazón y vida.