El gobierno les ha concedido un par de franjas horarias para pasear. La primera de ellas, de 10 a 12 (la otra abarca de 19.00 a 20.00), se convierte en un estrecho desfiladero que el ejército más veterano del planeta hace suyo con las mascarillas de innegociable y responsable escudo. Por lo general, es fácil localizarles en los parques de la ciudad, donde el sol es ahora más sol, el aire respira a pleno pulmón y los árboles y las flores han transformado la primavera de la metrópolis en una irreconocible paleta de inauditos colores. Con el silencio de pacífico fondo, las personas mayores caminan en soledad o en compañía; por senderos de polvo y asfaltados corredores; ayudados por bastones o a un ritmo alegre.

Lo artificial en la batalla contra la covid-19 ha construido este reducido e incompleto paraíso, una reserva de la naturaleza de hombres y mujeres que se beben la vida con sorbos cortos aunque intensos, sabiéndose más especiales que nunca por los peligros pero también por el orgullo de sentirse invencibles dentro de un cuerpo que transporta con tardanza su historia, la historia. Al mediodía se retiran bajo un cielo azul jamás imaginado, y quedan sus huellas como fértil legado de un día más en la tierra que labraron para la libertad y que hoy siguen luchando por recuperarla por ese angosto desfiladero. Aun en su peregrinaje inevitablemente melancólico, rebeldes, dignos, sabios y fuertes como robles centenarios.

Fotos: Alfonso Hernández