He dicho muchas veces, sobre todo a quienes se indignan o se ríen de estas cosas, que defender nuestras lenguas es una obligación mucho mayor si luchamos por nuestro patrimonio cultural (aparte los expolios de Sijena y tantas parroquias altoaragonesas, ermitas románicas en ruinas, rebecos que desaparecen, como los quebrantahuesos y otras especies de nuestra fauna, y mil asuntos más). Habladas aquí desde hace siglos, corren grave peligro de desaparecer cuando mueran los últimos hablantes autóctonos. El caso es, sobre todo, con el aragonés (al principio de su recuperación, como tantas cosas con la democracia, se le llamaba fabla, algunos con cariño y otros con desprecio), porque el catalán, del que hablaré más adelante, no tiene ese problema sino otros.

El aragonés fue surgiendo -como el castellano y tantas otras lenguas derivadas del latín-- desde el siglo VIII, tuvo su época dorada en el XIII y XIV, y se mantuvo hasta nuestros días sobre todo en los valles pirenaicos (con variedades, surgidas por difícil comunicación, largas nevadas, baja escolarización). Casi a punto de desaparecer, hace más de veinte años que se viene produciendo un claro renacer. Ha cambiado mucho la opinión sobre el tema, se ha avanzado en la normativa, se ha publicado mucho en y sobre aragonés, han aumentado los alumnos (escolarizados o no), y se percibe un claro cambio de signo entre el surrealismo absurdo de las denominaciones del PP a cuanto se hace en los tres últimos años (yo escribí en este periódico un artículo indignado: Nos han sacado la lengua).

Un magnífico informe del aragonesista Miguel Martínez Tomey daba cuenta en el 2010 en la conferencia pronunciada en el Parlamento Europeo sobre La diversidad lingüística: un desafío para Europa, organizada por la Alliance Libre Européenne (ALE). Según Tomey, que titulaba su estudio Cuando la lengua no conforma la nación: los fundamentos de la identidad aragonesa y la realidad trilingüe de Aragón, a partir de esa sesión, se abordaron muchos casos de minorías lingüísticas en la UE, introduciendo en esa fundación una nueva línea de trabajo para dar a conocer su situación y proponer a las autoridades soluciones específicas para cada caso.

Gracias a todo ello, «el catalán y el aragonés sobreviven en Aragón a la era de la globalización y la multiculturalidad, aunque el uso de la primera comienza a tender a la baja en los sectores más jóvenes de la población mientras la ruptura de la herencia pone en peligro la permanencia de la segunda», según el primer estudio sobre el grado de transmisión de estas lenguas, elaborado por el Seminario Aragonés de Sociolingüística en la Universidad de Zaragoza.

Han pasado, están pasando, tantas cosas al respecto, que como buen jubilado intrépido me atrevo a resumirlas, sabiendo que olvidaré datos, enfadaré a algunos y quizá equivoque juicios. Pero creo bueno precisar y resumir todo esto. Que no es algo que ataña solo al Alto Aragón, pues a cien kilómetros al sur de Zaragoza, en mis tierras de Andorra y Alloza, se han estudiado muy bien amplísimos vocabularios propios… en aragonés. Con frecuencia mezclados con palabras españolas propias de Aragón, que tan bien ha estudiado, por ejemplo, María Antonia Martín Zorraquino. De ahí alguna confusión.

Como recordaba hace unos diez años José Ramón Bada celebrando la creación por la Unesco del Día Internacional de la Lengua Materna, para promover la pluralidad lingüística y cultural, «a mediados del siglo pasado existían unas 10.000 lenguas vivas, de las que han desaparecido casi la mitad y la mitad de las que sobreviven están hoy en peligro de extinción» (recientes estadísticas afirman que entre los 193 países en la ONU, se hablaban unas 6.900 lenguas). Qué enorme pérdida patrimonial de la Humanidad. Y, de hecho, el Libro rojo de las Lenguas Amenazadas, editado por la misma agencia de Naciones Unidas, considera el aragonés como la lengua romance de Europa en mayor peligro de extinción. Porque, si en Europa se hablan casi medio centenar de lenguas diferentes a las oficiales en cada país, por unos 40 millones de habitantes, en España la Constitución de 1978 reconoció la pluralidad lingüística del Estado, pero solo son cooficiales el catalán, el gallego y el euskera, aunque la Unión Europea observa tres más: el bable, el aranés (u occitano) y la fabla aragonesa.

Por eso ha ido tomando creciente importancia la celebración de ese Día de la Lengua Materna, que este 2018 contempló un centenar de actividades en todo Aragón, anunciadas desde la nueva y magnífica web institucional del Gobierno de Aragón www.lenguasdearagon.org cuya visita recomiendo vivamente. Una cierta duplicidad se observaba al convocarse unos meses antes el Día Europeo de las Lenguas (225 hay en los países del Consejo de Europa), que busca una mayor comprensión intercultural considerándolas «un elemento clave en la rica herencia cultural». Se va avanzando. Por ejemplo, en Cerdeña se ha oficializado hace poco por primera vez en su historia la lengua sarda.

En un reciente artículo, el periodista y director de Cáritas <b>Carlos Sauras</b> concluía que «Aragón tiene una deuda con su antigua lengua… exclusiva de este antiguo Reino. Es necesario evitar que muera porque es una seña de nuestra identidad. Otra cosa es qué mecanismos hay que poner en marcha para preservarla, de un modo positivo y sin imposiciones… sin fanatismos ni sectarismos pero con un apoyo real, con medidas concretas».