El Juzgado de lo Penal número 4 de Zaragoza juzgó ayer a un ginecólogo por algo más propio de otro siglo: la muerte por pérdida de una gran cantidad de sangre de una paciente cuando daba a luz a su hijo, que también falleció durante el parto. El acusado, Máximo González Marqueta, médico en el hospital Ernest Lluch de Calatayud (Zaragoza) aseguró que hizo lo posible para evitar este trágico desenlace, si bien admitió que «a toro pasado hubiera actuado de otra forma». Se enfrenta a una pena de hasta seis años de prisión y cuatro de inhabilitación.

Este asunto se remonta a la madrugada del 22 al 23 de abril del 2013. La víctima, una joven de 31 años, había ingresado para dar a luz por vía vaginal porque ya había superado las 41 semanas de gestación. Hasta ese momento el embarazo había transcurrido bajo parámetros normales. Todo comenzó a complicarse cuando el feto no era expulsado.

Ante ello, el procesado, tal y como aseguró, decidió presionar con sus brazos sobre el viente de la madre al igual que la matrona, para intentar ayudarla. Añadió que «no fue con una fuerza excesiva» y de esta forma quiso rechazar que le practicara la maniobra de Kristeller, que actualmente se desaconseja su práctica por riesgo de rotura del útero. Circunstancia que sufrió la víctima.

Tras realizar estos movimientos, este ginecólogo decidió instrumentalizar el parto, a través del uso de un fórceps y de una ventosa. Fue con esta última herramienta cuando observó que la mujer empezó a desangrarse y acordó realizar una cesárea de urgencia. Fue al abrirle el abdomen cuando, según su versión, se dio cuenta de que se le había roto el útero. Al extraer el feto, este ya estaba muerto. Ante ello, el ginecólogo pudo plantearse dos opciones: suturar el útero (acción que llevó a cabo porque era su primer hijo y lo había perdido) o extirpárselo.

Cuando estaba cosiendo se dio cuenta de que la mujer volvía a sangrar y ya, tras haber llamado al jefe de ginecología del hospital, decidieron volverla a intervenir quirúrgicamente. Nada pudieron hacer por salvarle la vida, murió en la mesa de operaciones tras perder 5 litros de sangre de los 6 que suele tener un adulto.

El acusado quiso achacar el deceso a los problemas de coagulación de la paciente. De hecho, su jefe, el doctor Manuel Ferrer, la describió «como aguada», a pesar de que llegaron a suministrarle hasta ocho bolsas de sangre, plaquetas, plasma y vitaminas para intentar espesarla.

La actuación del acusado, en opinión de los forenses José Manuel Arredondo y Susana Cosculluela, fue propio de «un accidente en la maniobra instrumental». Consideraron que el útero pudo ir perdiendo fortaleza a lo largo de las diferentes técnicas aplicadas y que el «cataclismo» pudo producirse con la ventosa.

Estos especialistas del Instituto de Medicina Legal aseveraron que el acusado ejerció «de acuerdo con los protocolos de actuación», si bien no dudaron en resaltar que, «lo más razonable», hubiera sido extirparle el útero. De hecho, la abogada de la familia de la víctima, Carmen Cifuentes se preguntó: «¿Qué importa más ser madre o estar viva?».