En 1992, a José Luis le diagnosticaron apnea. Tenía 42 años y trabajaba de comercial. «Estaba en pleno auge, pero mi cuerpo no aguantaba más. Me levantaba agotado. Intentaba andar y no podía. Lo achacaba a trabajar doce horas diarias, pero no era eso, no». Un programa de televisión en el que se abordaba la problemática del sueño fue el detonante para que José Luis supiera lo que padecía. «Fue mi hermana la que vio que esos síntomas que se decían coincidían con los míos. Me decía que cuando era niño también roncaba mucho, así que me hice la prueba. No estaba cansado por trabajar, sino porque no descansaba por la noche. Te ahogas como si te faltara la respiración, el paladar se bloquea y el que está al lado no puede dormir del ruido espantoso como si te ahogaras. Tenía apnea. Fui de los primeros diagnosticados».

La detección, en su caso, fue rápida gracias a su seguro privado. «Había dos años de demora», recuerda. La prueba consiste en pasar la noche en el hospital «con un montón de cables en la cabeza» para averiguar cómo se duerme. «Pero hay muchos que no pueden», matiza José Luis. Desde hace unos años, estas máquinas se utilizan de forma ambulatoria en casa y el análisis, en una tarjeta, se entrega posteriormente al hospital donde se analiza la evolución.

En su caso, la patología adquiría una mayor gravedad porque esa somnolencia diurna era «peligrosísima» para conducir. «Muchos se duermen al volante porque no han dormido por la noche. Yo recuerdo que me tenía que parar en la carretera y siempre llegaba tarde. No me he matado de casualidad».

Tras el diagnóstico, la vida cambia.

José Luis tiene concedida la incapacidad, se fatiga y padece mareos, algunos de meses de duración. Y ya no duerme si no es acompañado de esa máquina que insufla aire para evitar las interrupciones respiratorias. «Pero hay personas que están mucho peor porque padecen alguna otra patología además de la apnea. No se le da la importancia que tiene», dice. «A mí me costó asimilarlo cuatro o cinco años. Fue un trauma. Lo que hace la máquina es evitar algo más grave, como un ictus o un infarto, pero la máscara es para toda la vida. Y las secuelas, también. Sin medicación no puedo funcionar», admite.