Las fiestas del Pilar están tan acertadamente puestas en el calendario que parecen una especie de seguro contra las depresiones postvacacionales. A poco que colabore el clima (por ejemplo este año) la primera quincena de octubre viene a ser una prórroga del propio verano, y como los festejos zaragozanos marcan un paréntesis tan notorio, pues desde el currante que ha vuelto al tajo hasta el ejecutivo que retoma su área de gestión, pasando por el escolar, su profe y el mismísimo rector de la Universidad, todos pueden plantearse el mes de septiembre en plan provisional e ir dejando lo importante para después del Pilar. Tras las fiestas vuelve la vida a su ser; hasta entonces todo sigue un poco en el aire.

Marcelino Iglesias, con su característica prudencia, fijó el debate sobre el estado de la Comunidad entre el final de las vacaciones veraniegas y las fiestas del Pilar; o sea, en plena calma chicha. Y por suerte para él el tole-tole de los Presupuestos Generales del Estado también dejó su primero y fundamental impacto medio perdido en esa época de la falsa rentrée , con el Pilar por delante para mitigar el sustico y distraer al respetable.

Les confieso que a mí me va este rollo de neutralizar septiembre y alargar el momento de la verdad (de tomar decisiones, de abordar los proyectos, de establecer compromisos) más allá del quince o incluso del diecisiete de octubre. Ya nos veremos después del Pilar, aseguro muy formal a unos y otros; y ellos, por supuesto, me contestan igual de serios: ¡Ah!, sí, vale, que pasen las fiestas. Después del Pilar hablamos, después del Pilar comemos, después del Pilar te llamo... después del Pilar, lo que tú quieras, vida mía, pero antes déjame que siga pensando en clave estival y me haga la ilusión de que todavía no se ha acabado lo bueno.

Estos días, que lo mismo sirven para salir de marcha por la inmortal ciudad que para volver a la playa o viajar por el mundo a ver qué hay, son una bendición; una prórroga maravillosa.