Hablando de dinero (público), permítanme que me refiera ahora a las intenciones de quienes lo manejan. Porque, claro, aquí vamos apretados para lo que se quiere; pero para otras cosas, no. Recuerden lo que comunicó el otro día el señor ministro Bono: España se ha gastado en la desastrosa guerra iraquí 370 millones de euros (más de sesenta mil millones de pesetas). Qué rumboso el presidente Aznar y qué caras nos han salido las palmaditas en la espalda que le daba Bush. Pero fíjense ustedes que esa pastizara apenas es una gota de agua en el océano de lo que los propios norteamericanos, británicos y resto de los coaligados han metido en aquella sangrienta aventura. Con la centésima parte de esa inabarcable fortuna gastada en muerte y ruina, se podía comprar al generalato bagdadí, derrocar a Sadam (o reconvertirlo como a Gadafi), lanzar un macro-programa de ayuda al desarrollo de la región, incentivar la democratización, desactivar la demencial agresividad israelí, reconstruir Palestina y combatir eficazmente al terrorismo islamista. Pero se ha hecho todo lo contrario. Tenían que ser así de desgraciados los tres de las Azores.

Las intenciones son las que determinan cómo se gasta la pasta. Y no, no se trata de ponerse en plan pureta, cogérsela con papel de periódico (para no gastar) y ponerse a mirar con lupa los sueldos de los políticos y sus asesores (que suelen percibir retribuciones bastante modestas; otra cosa es sí de verdad se las ganan). El tema es más simple: mucho sentido común y un mínimo de inteligencia inversora. Cabe, por ejemplo, reducir el gasto corriente de las instituciones, primar las inversiones sociales, gastar en Educación y en Medio Ambiente, jerarquizar la construcción de grandes infraestructuras mediante parámetros de uso (y no por razones electoralistas)... o haber hecho una Boda más modesta y elegante, que ya les vale. Lo que sí está claro es que haber recursos, haylos. Sobre todo cuando se trata de hacer barbaridades.