Ni los más viejos de los lugares afectados por las últimas tempestades (denominarles tormentas me parece cortedad verbal y ya saben que yo soy dado a la hipérbole), ni los más ancianos, digo, habían visto cosa semejante. Pero estos cataclismos están anunciados por los meteorólogos y otros científicos que advierten de la cada vez mayor intensidad de las sequías y, alternativamente, de las lluvias torrenciales. El clima, descompuesto por la acción del hombre, se está volviendo loco y sus viejas tendencias catastróficas se multiplican sin remedio. La naturaleza se pasa por el mismísimo agujero en la capa del ozono esos amplísimos periodos de retorno que algunos expertos oficiales u oficiosos adjudicaron en su día a la que cayó sobre Biescas, para justificar la tragedia entonces ocurrida y certificar que lo inusual fue la potencia superlativa de las precipitaciones y no el hecho de que se hubiese instalado un camping en medio del curso natural de un torrente.

Quiero decir, en fin, que deberíamos hacernos a la idea de que existe un hilo conductor cada vez más nítido entre nuestro empeño de forzar los límites del medioambiente y la rebelión de una naturaleza que si siempre fue imprevisible ahora anda en abierta estampida. Reconfiguramos ( o así) las montañas y los ríos, envenenamos el aire y el agua... No sólo porque nuestro destino es domar el planeta, sino por el objetivo mucho menos épico de ganar dinero rápido. Así que se invaden las riberas, se construye en las rieras, se queman alegremente los bosques y se toman por el pito del sereno no ya las advertencias de los ecologistas, sino el mismísimo Protocolo de Kyoto. Pero luego llegan la imprevista tempestad nunca vista, aquellos calores jamás vividos o la granizada del milenio, y alucinamos en colores. Ya sé que quienes intentamos introducir en el debate social cuestiones medioambientales somos considerados unos auténticos pelmazos. Llueve porque llueve, dirán algunos, y se encogerán de hombros.