Recuerda el día en que el maestro habló con su padre. Le dijo que tenía cabeza para ir a la escuela. Él la mandó a cuidar las ovejas. A esto se ha dedicado durante toda su vida. No sabe leer ni apenas escribir. Lo poco que aprendió de letras fue gracias al catecismo, que tuvo que memorizar para la primera comunión. Natividad Tena nunca ha viajado más allá del Maestrazgo turolense. A sus 78 años es una de las últimas masoveras.

Su vida ha transcurrido en la masía. Primero, de niña, en una de Mosqueruela, luego cerca de Cantavieja, en la Torre de Castellote, donde todavía vive. "No he salido nunca de aquí, ni lo haré... No me gusta. No he ido a un bar en toda mi vida", cuenta. Es cerca del mediodía. Ha pasado buena parte de la mañana atendiendo a las ovejas que tiene en la planta baja. Tres gatos corretean y se rozan entre sus piernas. "No tengo mucho que contar", dice. Pero luego se anima.

De vez en cuando va al médico a Cantavieja. Pero estar en el pueblo no le gusta. "Es muy aburrido. Aquí siempre tienes algo que hacer. Este es mi pueblo, aquí he crecido con mis gallinas y mis conejos. Vivimos del campo", cuenta. Su hijo lleva el peso del trabajo en la masía. Aunque ella no para. Se levanta a eso de las ocho de la mañana y desayuna mientras ve Aragón TV porque "dan el parte del tiempo". Como buena mujer del campo la predicción meteorológica es fundamental. "Te enteras de las temperaturas de todos los sitios", dice maravillada.

Natividad es testimonio de un mundo que está desapareciendo. En el Maestrazgo hay registradas 676 masías. De ellas solo 67 siguen habitadas. Aunque seguramente este número sea ahora menor porque el último inventario se realizó entre los años 2005 y 2007. Lo hizo Javier Oquendo por encargo de la comarca. Las recorrió una a una, hizo fotos y las geolocalizó. Algunas eran ya solo un montón de escombros. "Los pobladores son ya gente mayor, parejas de la tercera edad o solteros. Cuando hizo el inventario solo en una había niños pequeños. Es una forma de vida en franco retroceso. Las que permanecen ocupadas es porque están bien comunicadas o tuvieron electricidad pronto", subraya.

COMODIDADES "Yo siempre he sido muy lista de cabeza, he tenido muy buena memoria. Pero ahora ya no, se me olvidan las cosas. Menos mal que está mi hijo porque para llevar los papeles de los animales y la masía hay que ser un secretario", cuenta Natividad. Explica que ahora se vive bien. Tiene congeladores, televisión y agua corriente. "Antes cuando helaba y tenías que salir y romper el hielo porque los animales tenían que beber, eso sí que era duro. Ahora no. Ya no hace tanto frío, llueve y nieva menos y tenemos más comodidades", admite esta masovera. Luego, al rato de estar hablando con ella, invita a entrar a su casa. Pero sin pasar del recibidor.

Son los masoveros gente reservada. Viven a su aire y están cansados de las visitas de los curiosos. "Somos una especie en peligro de extinción". Lino Marín, a sus 53 años, es de los masoveros más jóvenes que quedan en el Maestrazgo. Comparte masía con su hermano y sus respectivas mujeres. A la entrada un cartel da nombre al lugar: Casa Gascón. Varios perros alertan de la llegada de desconocidos. Sobre todo Estrella, una vieja pastor alemán. Aurelia, la mujer del hermano de Lino, asoma por el balcón y va en su busca. Él llega con el tractor. "Nosotros somos ya la última generación que vivirá en las masías. Nuestros hijos no estarán aquí. Esto es duro y poco rentable", asegura enfundado en su mono azul. Acaricia a Estrella: "Es una buena perra, siempre me avisa cuando viene alguien, y eso vale mucho". Tiene una hija estudiando fuera. "Esto no es vida para ella. Aquí trabajas los 365 días del año y porque no hay más", dice. Se queja de que los precios estén como en el año 95 y se niega a reconocer cuántas vacas tiene. "Eso prefiero no decirlo", cierra secamente.

La mayoría de los masoveros han vivido tradicionalmente de la ganadería y de la agricultura. También de la madera de los bosques que pueblan los inhóspitos parajes del Maestrazgo. Su densidad de población es igual a la de Islandia, tan solo tres habitantes por kilómetro cuadrado. Y el grado de envejecimiento es el tercero más alto de Aragón. Es tierra de maquis, de frío, de una belleza desnuda y dura. "A mí el paisaje ya no me dice nada siempre veo las mismas ondulaciones cuando miro", reconoce Lino. Pero admite que vive bien en su masía, pese a las maratonianas jornadas laborales que terminan cerca de las once de la noche tras dejar "arreglados" a los animales --"obreros", como los llama--. El único viaje largo que ha hecho en su vida es el de la luna de miel. "No he hecho nunca vacaciones", dice.

Lino nació en la masía. Eran seis hermanos, de los que ahora solo quedan dos. Recuerda cuando estuvieron durante dos meses con temperaturas de 20 grados bajo cero. "Nunca fue un medio de vida sencillo. Por eso la mayoría han quedado deshabitadas. La gente se ha ido a vivir a los pueblos o directamente ha emigrado a Valencia o Barcelona. Las que se mantienen están bien comunicadas, cerca de las carreteras y se electrificaron pronto", cuenta Javier Oquendo. Pocas se han recuperado para el turismo. Torre Monte Santo es una excepción. "Son construcciones muy grandes, que requieren de grandes inversiones", explica.

Hasta hace solo cinco años Natividad Tena no era propietaria de la masía en la que vivía. Durante gran parte de su vida pagó un arriendo --el llamado rento-- a unos "amos", que con el tiempo se despreocuparon. "Nunca estuvieron por aquí, no sabían ya ni lo que tenían", asegura. Esta fue la inversión más importante para los Tena, la adquisición de su hábitat natural durante décadas. Su masía, con una torre fortificada, es una de las mejores de Cantavieja.

Nueve kilómetros separan Casa Gascón del pueblo. En tiempos, se construyó una escuela, que todavía sigue en pie, para todas las masías del valle. Lino recibió clases ahí, junto a otros 18 niños. "Ir hasta Cantavieja era una odisea. Hambre nunca he pasado, pero tampoco he probado en mi vida un Danone", explica ahora entre risas. Recuerda cuando la mañana de San Juan su madre les daba a él y a sus hermanos queso y ajo. Remedio infalible, asegura, contra las mordeduras de las víboras, abundantes y traicioneras en las escarpadas montañas del Maestrazgo. "Cuando segábamos, debajo de la paja, te las encontrabas. Una vez a mi padre una se le metió en la mochila mientras cuidaba las ovejas. La trajo a casa y no la descubrió hasta que se levantó de la siesta", cuenta.

Estas historias corean una existencia que ahora parece remota; que ya solo figura en la memoria de estos últimos masoveros. Quizás en los libros etnográficos. Como aquel invierno en el que Natividad, a la luz de la vela, con el calor del fuego, se asomó a una enciclopedia que un maestro les trajo a la masía. "Hablaba de todo, era bonita". Fue solo ese invierno, cuatro noches contadas, y luego el catecismo y la primera comunión. "Yo escribo a mi manera", dice. No fue a la escuela, pero en el pesaje de los animales, en las transacciones de compra-venta nunca se descontó. "Siempre he tenido muy buena cabeza", repite. Los números se le quedaban grabados, los amasaba y reconvertía en un lenguaje entendible. Habla de las vacas, que "no pasan frío"; de los dos pares de toros que antes tenían en casa; de los hombres que trabajaban en la masía en tiempos; de La Estrella, la ermita que había en Mosqueruela, de donde vino cuando era pequeña. Fueron 25 kilómetros. El viaje más largo de su vida.