Su apelativo «el Casto» no le vino dado por ejercer la castidad, sino porque solo tuvo una esposa y no se le conoció ningún romance o amante. Esto fue algo que no pasó desapercibido y que resultó una extrañeza, en comparación con el resto de monarcas de la época, para los historiadores del siglo XIX, que se encargaron de inventar los divertidos sobrenombres que se aplican a los reyes del medievo.

En el año 1162 murió su padre, Ramón Berenguer IV, heredando el condado de Barcelona y la potestad regia con tan solo 5 años. Su reinado comenzó con todas las dificultades que podía tener un rey niño en manos de los nobles.

Evidentemente, con cinco años no podía reinar y su regencia fue objeto de disputa. Su padre había pergeñado que Enrique II de Inglaterra ejerciera su tutela. Pero es algo que había ordenado de palabra y que no dejó por escrito. Fernando II de Castilla, desobedeciendo las últimas voluntades de Ramón Berenguer IV, se arrogó el derecho a ejercer como tutor del joven Alfonso. Fuentes tardías catalanas también nos hablan de Ramón Berenguer III de Provenza como tutor.

Su madre Petronila, que todavía era reina y propietaria de Aragón, abdicó en su hijo Alfonso en el año 1164, poniendo fin a todos estos tejemanejes. De repente, Alfonso II, con siete años, se convirtió en rey de Aragón y conde de Barcelona.

Ahora bien, por muy rey que fuera, seguía siendo un niño. En noviembre de ese mismo año un grupo de nobles y de obispos establecieron un Consejo de Regencia. Con 16 años se casó con Sancha de Castilla, lo que, según el derecho canónico, lo convertía en mayor de edad y le permitía librarse de cualquier tipo de tutela.

Los nobles pretendían aprovecharse de su juventud y manejarle a su antojo. Pero fue inteligente y supo trasladar la rapacidad de la nobleza a otra parte. Los utilizó para conquistar a los musulmanes del Matarraña y lo que quedaba de la actual provincia de Teruel. Aseguró esos nuevos territorios fundando la ciudad de Teruel y concediendo la mayoría de las tierras a órdenes militares como la de Alfambra, estableciendo encomiendas en Castellote, Aliaga, Cantavieja y Villel.

Puesto que no consiguió atraer suficientes colonos europeos para poblar esas nuevas tierras arrebatadas al islam, se las dio a monjes guerreros para que las defendieran de manera eficaz. Años después, Teruel sirvió como punta de lanza y fue usado como centro de operaciones desde donde partieron las expediciones para conquistar Valencia.

También puso sus ojos al otro lado de los Pirineos y se enfrentó a los condes de Tolosa por el marquesado de Provenza. Fue un hábil diplomático, manteniendo un juego de alianzas internacionales con el Sacro Imperio Romano Germánico, el papado e Inglaterra, que le llevaron a hacerse con el marquesado y a ser reconocido como señor por varios nobles del sur de Francia, como los de Foix, Bigorre y Rázes.

Sus relaciones con Castilla fueron cambiantes. Por un lado, era el esposo de Sancha de Castilla y colaboró con los castellanos en la conquista de Cuenca. Por otro lado, ambos reinos tenían pretensiones en Navarra y Castilla mantuvo tratos con el emperador Federico Barbarroja que podían poner en peligro las alianzas y políticas de Alfonso al otro lado de los Pirineos. Finalmente se firmó con Castilla el Tratado de Cazola en 1179, en el que ambos reinos se repartían las tierras de Al-Andalus que quedaban por conquistar.

A él se debe, en gran parte, la formación de dos bloques internacionales que se mantuvieron durante el resto de la Edad Media, salvo contadas excepciones: Inglaterra-Portugal-Aragón frente a Escocia-Francia-Castilla.