Hasta hace una semana, ningún partido consideraba a Vox una amenaza real y todos veían como una remota posibilidad su entrada en las instituciones aragonesas. Tras su contundente irrupción en Andalucía, hoy no solo nadie lo descarta, sino que todos lo dan por hecho. Esta certeza ha echado por tierra todas las previsiones y especulaciones demoscópicas. Todos los partidos con representación asisten preocupados al ascenso de esta formación. No solo por el hecho de que sea una fuerza de extrema derecha, sino por las imprevisibles consecuencias que su llegada a parlamentos y ayuntamientos puede tener en los resultados del resto.

Esta preocupación es aún mayor en la izquierda, que ha recibido el primer aviso de una considerable pérdida de votos en su conjunto. Pero le preocupa también al PP, que si bien seguirá siendo el partido hegemónico de la derecha, observa cómo la radicalización de su discurso no ha servido para atajar su pérdida de votos. Ahora mismo ningún partido en Aragón se atreve a apostar por los resultados de mayo. Y todos retiran la previsión que manejaban hasta hace escasas semanas: que estos iban a estar ajustados y que todo se decantaría -como suele ser habitual en Aragón—por uno o dos diputados de los dos grandes bloques ideológicos. Con el escenario actual, esta semana nadie quiere especular. El resultado de Vox les ha espoleado hasta el punto de que aún no han realizado un análisis autocrítico de lo que sucede.

Distintas razones

Como ocurrió hace cuatro años con el ascenso de Podemos y Ciudadanos, han vuelto a fallar todos los laboratorios de ideas de los partidos y los estudios demoscópicos, que consideraron España una isla frente al resto de democracias europeas en la que un gran partido de derecha abarcaba todo el extremo y no cabía un partido propiamente radical. A ello contribuyó el endurecimiento del discurso del PP y Cs --ese partido que se hacía pasar por simplemente liberal y que repudiaba el discurso de «rojos y azules» pero que ahora es más azul que naranja- para contentar a un sector de la población que exigía mano dura y que el nacionalismo catalán --también profundamente de derechas-- le ha provocado una reacción exaltada en favor de la unidad de España.

Frente a unos conservadores que han endurecido su discurso y ha blanqueado la extrema derecha a la vez que no se acomplejaba a la hora de considerar «golpista» a un Gobierno que ejecutó democráticamente la herramienta de la moción de censura y se sumó con partidos elegidos de forma también democrática, muchos votantes de izquierda se sienten huérfanos y sin un partido que les represente. El vendaval de Cataluña hace un daño irremediable a otras fuerzas nacionalistas moderadas de otras partes del Estado que sufrirán el rechazo que ha provocado el procés.

Mientras, el PSOE vaga desorientado. Barones e históricos del partido con los que sus bases se identifican cada vez menos han hecho casus belli contra el independentismo considerando que les puede rentar electoralmente y que evidencia la distancia entre los barones y un PSOE nacional en el que todo el mundo va por libre y que transmite una sensación de inmensa fragilidad. El paradigma, las llamadas hechas desde Ferraz a la unión de los partidos constitucionalistas, sirviendo en bandeja la reacción de sus adversarios, que le recordaron que buscar apoyos en PdCat y ERC no es sumar con fuerzas precisamente constitucionalistas. A ello se le suma una socialdemocracia incapaz de actualizar su mensaje y dar respuesta a los problemas de la gran clase media a la que proporcionó un bienestar quebrado ahora por las fuerzas económicas ultraliberales que influyen en la política y que han contribuido al desencanto ciudadano con la política.

Por otro lado, la confluencia de la izquierda demuestra que no siempre uno más uno son dos. Podemos nació al amparo de un 15-M que creyó suyo, sin entender que el lógico malestar ciudadano atendía a razones populistas en las que cabían ideologías de todo tipo. Su discurso de desprestigio hacia las instituciones --ya desprestigiadas de por sí tras años de desgaste por parte de quienes las ocuparon-- aceleró y alimentó el desencanto. El lenguaje de «los de arriba y los de abajo, la gente y la casta» atrajo a mucha gente de un amplio espectro ideológico que poco o nada tenía que ver con el de los impulsores de un proyecto integrado en las mismas instituciones y bajo el amparo de una Constitución que, con sus muchos defectos, ha legitimado su entrada.

Simultáneamente, las tradicionales reivindicaciones de la clase trabajadora perdían la calle y la izquierda se afanaba por desprestigiarse entre sí por pura competitividad electoral mientras nadie pensaba que eso a la izquierda la debilitaba mientras que a la derecha, que por primera vez sufre la fragmentación de voto, no solo no le restaba, sino que le sumaba.

Crece el desencanto

A golpe de vídeo en redes sociales y gestos más efectistas que eficaces, la entrada de aire fresco a ese viejo sistema no ha servido para renovarlo ni para resolver problemas de compleja solución. Y mientras, el desencanto seguía creciendo. Al mismo ritmo que la política y muchos medios de masas alimentaban la crispación en lugar de sosegar el debate y buscar profundidad en los argumentos.

Todos estos factores y errores colectivos, que en Aragón se ven ligeramente matizados, han contribuido involuntariamente a un nuevo escenario político de imprevisibles consecuencias y donde el malestar antisistema ha cambiado de lado.

Además, la extrema derecha en España nunca cuajó porque siempre tuvo líderes iluminados e identificados con el franquismo. Hoy, el revisionismo histórico, la desmemoria colectiva y la dulcificación de un régimen totalitario ha provocado que una amplia generación de jóvenes ya no identifique los discursos extremistas con una época felizmente superada, y busque nuevas referencias simplemente porque ve viejo incluso lo que parecía nuevo hace menos de una legislatura.

Habrá que ver qué sucede en los próximos seis meses. De momento, nadie se atreve a lanzar un pronóstico sin temor a equivocarse.