En un país donde cavar trincheras empieza a ser deporte nacional. Donde los símbolos suelen ser repudiados en alguna tierra vecina por no ser del tinte que combina con una ideología. O donde las tradiciones más longevas son casi un rito tribal para proyectar muros de discrepancia.

Luce con fuerza el oasis de placidez, de armonía, de respeto y de devoción en torno a una figura de 35 centímetros. Una virgen bañada en el pozo de la tradición católica que ha sido abrazada por todo un pueblo sin reclamar ningún pedigrí a nadie.

El día de la Virgen del Pilar es el día de todos. De los que somos de aquí, de los de allá, de los que se fueron y de los que nunca vendrán. Un día de celebración en torno a una tradición que trasciende a la religión. Zaragoza se abre al mundo para mostrar la devoción por su riqueza cultural como pocas ciudades lo hacen.

El 12 de octubre se conmemora el alma de un pueblo. La expresión más honrada de devoción al mismo ser aragonés expresada en la calle, en las plazas o en los ramos que portan cientos de personas hacía la Virgen del Pilar.

Sin pretender hacer una apología del catolicismo, y menos desde mi agnosticismo cada vez más acusado -aunque con esperanzas de reconversión-, tenemos que otorgar el valor que merece al peso de la tradición en nuestra comunidad.

Zaragoza cuenta con una plaza única que reúne dos catedrales inconmensurables: una se reconoce como la protagonista de la histórica unión de reyes aragoneses y la otra como la única expresión católica de una virgen venida en carne mortal al encuentro con el apóstol Santiago.

Más allá de creencias y barriendo los prejuicios que destilan algunos, hay que reconocer que todo ese reclamo cultural se concentra en un lugar de un valor incalculable.

No hay aragonés que en su corazón no lleve a la Virgen del Pilar. No se emocione con un sentido canto jotero a los pies del río Ebro. O no perezca de entusiasmo baturro al recordar una historia tejida de tradición.

A veces los aragoneses no sabemos explicar todo lo que tenemos. Todo lo que hemos sido. E incluso, hasta entre nosotros, nos cuesta sacar pecho de nuestra riqueza cultural.

Y debemos contagiarnos del orgullo más noble: la pertenencia a un pueblo histórico que nunca molesta, que persiste y que sufre como cualquier otro. Porque cuando decimos maño, decimos hermano con toda la fuerza que nos empodera el cierzo.