Si el 28-A supuso el triunfo de los asesores y de las estrategias electorales, el 26-M ha consagrado la venganza de la realidad. Antes de los comicios (y de la curiosa apostilla del CIS), las encuestas ya habían reflejado una preferencia mayoritaria de los votantes por un pacto PSOE-Cs que iba más allá de su adscripción ideológica y que podía asegurar la gobernabilidad después de dos años y medio de gobiernos en minoría. Todo quedó arrumbado con la elección de un marco de polarización para la campaña -la foto de Colón, que daría pie al discurso de las tres derechas- y con el giro a la derecha que adoptó el líder de Ciudadanos a modo de respuesta. Sin embargo, el balance de fuerzas tras el partido de vuelta ha vuelto a poner sobre la mesa las razones que aconsejaban un acuerdo entre distintos que permitiría encarar muchos de los asuntos pendientes de la política española. Paradójicamente, este entendimiento fue tan rápidamente denostado por los votantes socialistas después de las generales como reconsiderado por sus dirigentes tras las autonómicas y municipales. Y, conviene no olvidarlo, el calendario sitúa primero la constitución de los ayuntamientos, después los ejecutivos regionales y, por último, el Gobierno central.

Así las cosas, las decisiones que tomen durante los próximos días las direcciones del PSOE y Cs en un puñado de territorios -Navarra, Madrid, Murcia y Aragón- pueden resultar cruciales para el devenir del país en los años venideros. Ambas formaciones se enfrentan a un conflicto entre sus intereses partidistas y un interés general que, por mor de una mínima estabilidad institucional, les aboca a buscar acuerdos susceptibles de distanciarles de su electorado. Como elemento propicio, el cierre de un largo ciclo electoral en España -a excepción de Cataluña, Galicia y el País Vasco-, va a permitir modular el ruido que generen estos pactos a través de una acción de gobierno que justifique o no las apuestas de cada cual. Al mismo tiempo, socialistas y liberales van a reposicionarse tanto en el eje ideológico como en la cuestión nacional bajo una lógica de alternativas excluyentes. Porque ahondar en el eje ideológico va a suponer escoger un posicionamiento en torno al modelo territorial. Y viceversa.

El ejemplo más claro se está viendo en Navarra con motivo de las conversaciones para la formación del Ejecutivo de la comunidad foral. Allí, la fusión entre UPN y Cs -Navarra Más- consiguió imponerse en las urnas con un 36% de los sufragios y 19 asientos en la diputación, relegando a los socialistas a un segundo puesto, con un 20% de apoyo y 11 representantes, de tal forma que estos solo podrían auparse al poder con el apoyo de los nacionalistas de Geroa Bai (con 9 escaños) o de los independentistas de EH Bildu (con 8). En sentido contrario, Cs parece abocado a cruzar los límites del acuerdo a la andaluza en Aragón, Madrid y Murcia y decidir si acepta negociar con Vox su apoyo a la investidura de candidatos que en la mayoría de casos -si no todos- serán del Partido Popular. No en vano, esto ha abierto ya las primeras grietas entre los de Albert Rivera, con la amenaza de ruptura de Valls en Barcelona. Además, el díscolo vencedor de las primarias en Castilla y León, Francisco Igea, ha vuelto a sacarle las vergüenzas al partido abogando por la alternancia al PP aun sin que esta dependa de los votos de Abascal.

En medio de este cuadro general, la situación resulta especialmente interesante en Aragón. Por un lado, porque hace aflorar las diferencias en torno al modelo territorial que tienen su todavía presidente, Javier Lambán, y un poderoso secretario general del PSOE que acaba de situar a dos dirigentes del PSC al frente del Congreso y del Senado. Y, por otro, porque los posicionamientos antiautonomistas de Vox han provocado la declaración de un inopinado cordón sanitario por parte del PAR, cuyos tres votos resultan indispensables para una eventual candidatura de las derechas. Pues bien: toda vez que el propio Aliaga ha dado prioridad al «sentido común» que emanaría de la relación de fuerzas en el parlamento autonómico -al tiempo que descartaba otros experimentos rocambolescos-, la pelota ha quedado en el tejado de Pérez Calvo, con el permiso expectante de Alegría y Fernández en la plaza del Pilar.

Como crujidos en el armazón de un barco que cambia de rumbo, desde Madrid y Bruselas la pasada semana llegaron ya mensajes que pedían un replanteamiento de posiciones. Pero, más allá del guante lanzado a Podemos para atajar unas ambiciones extemporáneas, Sánchez haría bien en recordar que su propia candidatura sigue en manos de un conjunto abigarrado de formaciones que apenas comparte otra cosa que una visión alternativa a la unidad nacional que consagra la Constitución. Eso, y la clarividente convicción de que un acuerdo entre constitucionalistas cerraría la ventana de oportunidad abierta desde la abdicación del Rey emérito para derribar el régimen del 78 y otorgaría a estos partidos la llave de una reforma de la Carta Magna que podría incluir un cierre competencial que les dejaría sin el meollo de su discurso. H *Periodista