La enseñanza es, seguramente, la primera misión de la Universidad. No la única, pero sí la que la configura como alma mater del saber. Con vocación de enseñar se crearon las primeras Universidades -ese es el lema de la de Bolonia (1088)- y en esa línea han seguido a lo largo de su historia. Hay que recordarlo más de una vez y precisamente ahora, en puertas de unas elecciones al Rectorado de la Universidad de Zaragoza, para que no se olvide en los programas de las candidaturas y en las papeletas de los votantes.

Ortega y Gasset, en su Misión de la Universidad (1930), ya resaltaba la importancia de la enseñanza universitaria al incluirla, junto con la investigación científica y la transmisión de la cultura, en las tres grandes funciones de la institución universitaria. El Informe Delors (1999) añadía a esas funciones tradicionales la de la cooperación internacional, al tiempo que recomendaba que la enseñanza superior respondiese a las necesidades de la vida económica y social. La Ley Orgánica de Universidades (LOU, 2006) afirmaba que «la universidad realiza el servicio público de la educación superior mediante la investigación, la docencia y el estudio» (art. 1) y contemplaba una serie de medidas (título XIII) para adaptar nuestras Universidades al Espacio Europeo de Enseñanza Superior (EEES) que comenzaba a construirse a raíz de la Declaración de Bolonia (1999).

Ahí estamos. En estos veinte años ha cambiado el mapa de titulaciones y se ha establecido el sistema de créditos (ECTS) como medio para promover la movilidad, pero da la impresión de que el llamado proceso de Bolonia se ha quedado en una mera reconversión de la estructura y los contenidos de los estudios superiores sin llegar a alcanzar, en un número notable de casos, el meollo de la actividad universitaria: la interacción entre profesores y estudiantes para la generación de aprendizajes.

La docencia ha sido relegada a un segundo plano en nuestras universidades. A mi juicio, un error que hay que subsanar. Primero, porque ha de garantizarse a todo estudiante universitario, que además paga su matrícula, su derecho a una educación de calidad. Segundo, porque la investigación debe servir para nutrir la enseñanza que imparte el Personal Docente e Investigador (PDI) en aulas y laboratorios. No se entiende una Universidad sin investigación ni una investigación universitaria sin transferencia de conocimiento. Docencia e investigación no son incompatibles, deben ir unidas y una y otra han de proyectarse hacia fuera, hacia el mundo productivo y hacia la sociedad en general.

¿Qué se puede hacer? En la Comisión para la Renovación de las Metodologías Educativas en la Universidad (2006), que contó con la participación del rector Pétriz entre otros, señalábamos como primera conclusión de un amplio informe que «en una dinámica de la envergadura de nuestra incorporación al EEES deben implicarse todas las instituciones, en función de sus competencias y en coordinación de unas con otras». La Administración General del Estado (AGE), estableciendo un marco normativo lo suficientemente claro y, al mismo tiempo, flexible para que las Universidades puedan ejercer su autonomía; esperemos que la prometida reforma de la LOU incida en la calidad de la docencia. Las comunidades autónomas, aportando la financiación suficiente para introducir mejoras en la carrera docente del PDI; habrá que rejuvenecer las plantillas y establecer contratos-programa que, de verdad, evalúen el trabajo en las aulas con los consecuentes incentivos a las buenas prácticas docentes. Las Universidades, planteándose cambiar la cultura organizativa y de gestión para posibilitar la formación de sus profesores y favorecer el trabajo cooperativo; la estructura departamental debe responder a criterios racionales y no a intereses particulares y corporativos. En este sentido, haber abierto ese debate en nuestra Universidad, lejos de ser un error, permitirá, de forma sosegada, reflexionar sobre éste y otros temas trascendentes y garantizar una necesaria continuidad en la implementación de políticas universitarias que ayuden a preparar la Universidad del futuro.

El EEES requiere «un importante cambio cultural en la organización, en los currículos y en el enfoque de la docencia universitaria», escribe Joan Rué (Enseñar en la Universidad). Pero ese espacio común no llegará a construirse sin los profesores. Sin despreciar la lección magistral con o sin pantalla, que conviene mantener en determinados momentos, habría que reforzar las enseñanzas de prácticas vinculadas a asignaturas o en la modalidad de prácticas externas o estancias en centros de trabajo, como se hace en otros países europeos.

Un interesante libro (Lo que hacen los mejores profesores universitarios) de Kein Bain, muy difundido en las Universidades norteamericanas, decía que los profesores extraordinarios conocen su materia extremadamente bien, crean un entorno para el aprendizaje crítico, creen en la capacidad de sus alumnos y evitan evaluarlos con normas arbitrarias. Y el profesor Francisco Michavilla (La Universidad, corazón de Europa) dice que «la Universidad será mejor que la actual si sus profesores son profesionales de la docencia y la investigación comprometidos con su tiempo y con la sociedad en la que viven y trabajan». Pues eso.

*Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. Exdirector general de Enseñanza Superior del Gobierno de Aragón (2003-2011)