No acertaba plenamente Mustafa Masmoudi --en su día redactor del Informe MacBride -- cuando el pasado viernes declaraba ante los periodistas del F²rum: "Mañana viviremos la gran boda entre el poder político y el poder mediático". Hubo algo de boda sí, pero también de divorcio.

Prensa, radio y televisión se volcaron en el acontecimiento hasta la saturación, para desesperación de comercios, restaurantes y la industria del ocio en general. Salvo excepciones contadísimas, los directivos de todos los medios de comunicación impusieron la táctica del fútbol total. Y ello supuso la aparición de una nueva suerte de competencia: no sólo los diarios rivalizaron el domingo entre ellos, como siempre, sino que pasaron a disputarle el terreno directamente a la prensa rosa a base de cuadernillos en color con docenas y docenas de fotografías que en otros acontecimientos equiparables --la boda de las infantas, por ejemplo-- quedaban reservadas para las revistas. Al menos en esa ocupación del espacio disponible casi monotemática.

Situada la batalla en esos términos --y después de casi 19 horas de televisión dedicada a la boda al alcance de 25 millones de ciudadanos españoles que, según los audímetros, siguieron la ceremonia--, prensa y radio, así como cierta televisión, quedaron convocados a contar algo de lo mucho que la realización hurtó a los espectadores.

Aceptando que ya se sobreentendía --gracias a la publicidad de días anteriores-- que el novio no era el cardenal Rouco, ni la novia cualquiera de las cantantes del coro --error al que podía inducir el tiempo de presencia en pantalla--, quedará para siempre la duda del sentido de aquella mezcla de imágenes: podía tratarse de un homenaje a Pilar Miró --por lo que se la echó de menos profesionalmente--, o de una jornada de reconciliación con la Iglesia católica y sus ritos --que de no ser porque ya cesaron los ministros del Opus y de los Legionarios de Cristo se hubiera sospechado-- o de promoción de una de las catedrales menos interesantes del mundo arquitectónicamente.

Y, desde luego, sorprende que los feroces columnistas que en Madrid suelen echar la culpa de todo al tripartito catalán no descubrieran detrás de lo exhibido una maniobra de Carod-Rovira para presentar al mundo la frialdad de la Monarquía española.

En todo caso, esa retransmisión consiguió que no pudiéramos saber si la reina Sofía, conmovida y emocionada tras el accidente del autobús de escolares catalanes en Soria o en la propia Almudena con los familiares de las víctimas del 11-M, era feliz, mucho o poco, durante la ceremonia. Ni tampoco si el Rey en algún momento estuvo cerca de la emoción. O lo que es peor, si los contrayentes, además de aguantar el mareo producido por el calor de los focos y la inevitable tensión del momento, tuvieron algún gesto cariñoso inmediatamente después de aproximar levemente sus caras, momento en que la cámara volvía como por automatismo al cardenal o a los violines.

Si algunas de las cámaras utilizadas en la ceremonia --al menos la fija que debía tener la novia y la del novio-- fueron debidamente masterizadas --es decir, si grababan por su cuenta, independientemente de que su imagen fuera seleccionada-- deberían reclamarse las cintas para una auditoría emocional que dejara en mejor lugar a la ya Princesa de Asturias.

Menos mal para la televisión --la TVE en esa retransmisión, al menos-- que otra televisión arregló un poco las cosas por la noche para la imagen pública de sus altezas los novios.

En el programa Salsa Rosa de Tele 5 descifraron con la ayuda de un sordomudo lo que se decían don Felipe y doña Letizia: "Sólo cuando vi lo que había escrito aquel señor después de leer sus labios --declara Nina Martí, directora ejecutiva del programa-- supe lo cariñosos que estaban los novios, algo que no percibí durante la ceremonia que vi íntegramente".

Es en ese sentido que la boda tuvo algo de divorcio: ellos se casaban, pero las cámaras no los querían y saltaba a la vista. No obstante, eso dejó amplio espacio para el resto de medios, que pudieron así corregir y desmentir lo percibido durante la retransmisión.

Algunos lo hicieron con el tono rancio con que han venido discutiendo, con estilo jaimepeñafielista, los orígenes plebeyos de doña Letizia y su condición de divorciada. Y entre ellos destacaron periodistas, presuntamente célebres, que no supieron esconder su decepción por no haber sido invitados.

Otros, sin duda, lo trataron con mayor dignidad. Y no necesariamente ahogados en almíbar.