El primer amor es el primero que brota de la nada y que suele tener un tiempo detenido en el reloj de nuestras vidas. Temprano, cuando el cuerpo aún no ha amanecido y el alma es un campo sin sembrar, un rayo de sol nos despierta de golpe la semilla de las sensaciones y los sentidos, que dejan de jugar entre sí para transformarse en un angustioso laberinto infantil por el que la sonrisa y la lágrima, cómplices insospechadas del aturdimiento, van de la mano. Ella o él pasan por delante y percibimos el color de sus ojos, el sonido de su paso ligero, el perfume virgen que se instala en la memoria como el olor a tierra mojada. La revelación se hace tormento feliz. El primer amor es un beso soñado, un beso robado a cualquier película, un beso furtivo en el bosque de una noche despejada donde una sola estrella ocupa el universo de la impaciencia infinita. Todo se reduce a respirar el aire que respira y a asfixiarnos por su ausencia. El primer amor es una mirada correspondida o la negación absoluta. La alegría sin medida o el dolor más profundo, la autenticidad de la inocencia antes de que el reloj se ponga en marcha para expulsarnos del paraíso al que siempre regresamos para buscar la estrella amada.