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DE ´AZNERO´ A ´ZAPATAR´

Mientras ellos van y vienen, sé que necesitamos de grandes hombres --aquí, no sólo afuera-- capaces de reconstruir este mundo siempre en proceso de demolición

Soy escritor. Nací a esta condición en medio de unos valores que se enmarcaban en los surgidos de la inmediata posguerra civil española y de la subsiguiente segunda guerra mundial. Mi conciencia, con ella las de mis coetáneos, estuvo siempre zarandeada por los coletazos de ambos conflictos. Pasé de una religiosidad que nunca fue profunda a un existencialismo que se nutrió del de Sartre --también del de Marcel-- al tiempo que, un poco más tarde, lo haría del que se resume en Kerouac y abarca el de la beat generation; a través de todos ellos soy hijo del Romanticismo y por lo tanto de la Ilustración.

Como hijo de mi tiempo escuché la palabra de los políticos y escruté sus gestos. Dado que era poco lo que decían los de aquí, presté mi atención a las voces y a los gestos que nos llegaban desde fuera. Recuerdo aquellas de John F. Kennedy, pidiéndoles a sus conciudadanos que no se preguntasen qué podría hacer su país por ellos, sino qué podrían hacer ellos por EEUU. Recuerdo también el gesticular de Nikita Jruschov, dando zapatazos de impotencia. Más tarde supe que ellos dos, junto con Juan XXIII, pudieron haber cambiado el mundo. No les dejaron. Soy, pues, un escritor hijo de un tiempo fracasado. Quiere ello decir que nací a mi condición para habitar en la esperanza.

A KENNEDYlo mataron en Dallas. Hubo quien creyó que lo mejor que podía hacer por su país era un magnicidio. Todavía hoy se ignora quienes son los asesinos. La tumba del asesinado está en el cementerio de Arlington, en lo alto de una loma no muy grande ni elevada. Una pequeña placa de mármol de un blanco inmaculado, posada sobre el césped, nos dice que allí se encuentran sus restos. Al lado hay un espejo de agua cristalina. Contemplarla produce una tristeza serena y resignada.

A Jruschov lo jubilaron las intrigas de los suyos. Su tumba no está en el Kremlin, sino en el cementerio de Novodevichy, en el propio Moscú. La construyó Ernst Neizvesni, que llegó a ser su amigo después de haberlo interpelado durante una visita del presidente a un koljov: "Usted hable de política, que es de lo que sabe, y no opine de arte, de lo que no sabe nada", o algo así, fue lo que le dijo. Neizvesni no fue enviado a Siberia, ni fusilado, sino que acabó siendo amigo de Nikita y construyendo su tumba: un cuadrado partido y fragmentado formando un muro, una mitad blanca, la otra negra; en el medio, la cabeza sonriente y campechana, bonachona, de Jruschov. Contemplarla en medio de la nieve de febrero produce una ternura reposada.

A Juan XXIII se lo llevó la edad y lo enterraron en San Pedro, a él y a sus ideas. Hijo de mi tiempo, también visité su tumba. No la recuerdo. Si me esfuerzo, tengo una vaga sensación de solemnidad fría, de aristas pétreas y mayestáticas, de sorda y contenida ira que nada tienen que ver ni con sus gestos, ni con sus palabras. Los tres forman parte de mi historia. Sus acciones y sus hechos, sus respuestas a los avatares del tiempo que como ciudadano del mundo compartí con ellos, están ahí como un legado.

SOY ESCRITOR.Ahora mi tiempo es éste. Unas bombas vinieron a cambiarlo. Dejaron todo tan claro que, como los más de mis iguales, tampoco yo soy capaz de ver nada después de ellas. El Gobierno al que le explotaron las bombas en las manos aún está aturdido. No creo que mintieran en la atribución del atentado, simplemente estaban ciegos. Llevaban algún tiempo así, sin lograr ver que este país es variado. El Gobierno que viene da la impresión de que esté iluminado por el resplandor de las bombas, por esa luz que nos sorprendió a todos. A ellos los primeros. Estamos confusos, los más estamos confusos. Tanto que incluso lo ignoramos; quizá consista en esto el modo de poder decirnos hijos de estos días. Así vamos de Zapatar a Aznero y de Aznero a Zapatar, esperando saber dónde termina un tiempo, dónde empieza otro. Ellos también parecen ir así, de uno a otro, de una oscuridad a una luz, y viceversa, escribiéndose cartas que parecen estar muy mal escritas.

Y mientras ellos van y vienen, sé tan sólo que soy escritor, que he visitado algunas tumbas y que no visitaré nunca esas otras 190 más que nuestro tiempo deja como herencia. Sé también que los días que vivimos necesitan de grandes hombres, aquí, no sólo afuera, capaces de re-construir este nuestro mundo, siempre en continuo proceso de demolición, e ignoro si los que se anuncian sabrán estar a la altura de nuestras necesidades y esperanzas. Pero sé que es de desear. Sé que es de desear.

*Escritor

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