Rubén va a pescar, como todos los domingos, pero hoy no va a ser como todos los domingos. Hoy, por fin, está convencido de que va a pescar el pez más grande de todo el río, con el que sueña todas las noches. Sabe que lo puede conseguir, a pesar de ser solo un chiquillo, y para ello se ha levantado muy de mañana. A quien madruga Dios le ayuda.

Rubén llega al río y mira con admiración la inmensidad de sus aguas. Fija la caña en la tierra y se sienta plácidamente, apoyando la espalda en un gran árbol. Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. El padre de Rubén es un gran pescador. Cuenta con el prestigio de ser el mejor de la región, y ni que decir tiene que su hijo sigue sus pasos muy de cerca. De tal palo tal astilla.

El cielo está gris; no es lo que se dice una buena mañana de domingo, pero esto no parece importarle al muchacho. A mal tiempo buena cara. Algo ha picado. Rubén reacciona rápidamente, tirando de la caña con todas sus fuerzas. El pez se resiste con brío, pero finalmente cede. Rubén saca una trucha de tamaño normal. A disgusto, la devuelve al río.

En fin, otra vez será. El que la sigue la consigue. Las aguas del río vuelven a estar muy tranquilas, quizás demasiado. Sin embargo, Rubén no las pierde en absoluto de vista, esperando que en cualquier momento pique el pez. Cuando menos se piensa salta la liebre. La caña se tensa nuevamente. Algo ha picado. Esta vez tira con muchísima fuerza. La caña se curva tanto que parece que se vaya a partir. Rubén, envalentonado, da dos pasos hacia delante. La cabeza del pez emerge por un instante. Es enorme, monstruoso. El muchacho no reacciona y, de repente, el pez pega un tirón enérgico a la caña y ella y el chico van a parar al río. Rubén está sumergido en el agua y no ve cómo el inmenso pez se lanza sobre él. El pez grande se come al chico.